Los profetas contra los planificadores

jubilo

 

El socialismo, en cualquiera de sus grados y vertientes -es decir, todo lo que existe menos yo y los que piensan como yo- es un error, porque la planificación mediante la que se pretende organizar la sociedad es imposible. ¿Cómo van a poder prever todas las preferencias individuales, cómo van a poder saber qué es lo que va a querer la gente?

Por eso el Estado tiene que desaparecer inmediatamente. En su lugar, las fuerzas del mercado actuarán sin restricciones y crearán soluciones inmediatas y perfectas para todos los conflictos que puedan surgir. No habrá policía, pero, ¿llegará por ello el caos? ¿Habrá un período turbulento en el que la violencia será difícil de controlar? No, yo sé que no. Imposible. Quien diga eso es un socialista, o al menos un cómplice de la coacción. La mayor violencia parte del Estado, y los mayores criminales han sido siempre los Estados. Así que, lógicamente, en cuanto se elimine, habrá mucha menos violencia.

No hagáis caso a quienes aconsejan, por prudencia, ir poco a poco. Todo el aparato estatal tiene que desaparecer de golpe, desde los hospitales públicos hasta la policía. Repartiremos las armas entre todos para que podamos defendernos, y calcularemos cuánto nos han robado mediante impuestos para saber cuánto nos corresponde a cada uno.

Os dejo una muestra de cómo podrían ser serán las cosas cuando por fin seamos total y absolutamente libres.

El Estado ha muerto. Día uno.

Las calles se convierten en una corriente imparable de júbilo. Desde mi ventana oigo el sonido metálico de las cadenas chocando contra el suelo, y se ven banderas de todos los colores. Rojas y negras, amarillas y negras, azules y negras… También, por fin, todos poseen aquello que siempre nos han negado, el símbolo de nuestra libertad: rifles de asalto, pistolas y ametralladoras.

El Estado ha muerto. Día dos.

La comisaría de la calle de enfrente es tomada por una vanguardia consciente. Al grito de «¡asesinos!», los policías son conducidos a la plaza mayor para ser juzgados por… Bueno, supongo que por alguna agencia de servicios jurídicos recién creada gracias a las fuerzas del mercado libre y el orden espontáneo.

El Estado ha muerto. Día tres.

Por la noche me ha parecido ver un grupo de personas entrando en los grandes almacenes junto a la farmacia. Al grito de «¡corporativistas!» han vaciado el escaparate de televisores, tablets y móviles. Ha habido alguien que salía con un carro de supermercado lleno de alimentos. Barba poblada, palestino al cuello… no, no puede ser él.

El Estado ha muerto. Día cuatro.

Los responsables de los grandes almacenes han intentado encargar una investigación sobre el robo de la última noche. No hay policía, pero han surgido cinco o seis agencias de seguridad, de repente, y funcionan de maravilla. Los pocos crímenes que se producen -pocos, muy pocos, al fin y al cabo los criminales eran los policías y los que apoyaban al Estado opresor- son resueltos impecablemente por estas agencias. Rápido, eficiente y barato, como todo desde que que no hay coacción.

El Estado ha muerto. Día cinco.

La investigación ha dado un giro inesperado. Al parecer, los grandes almacenes se habían beneficiado de alguna legislación estatal, así que todas sus propiedades han sido confiscadas. Sus responsables están a la espera de ser juzgados.

El Estado ha muerto. Día seis.

Tengo que decidir a qué administración me quiero adscribir, así que no podré volver a escribir este diario por un tiempo. No sé si me conviene más la agencia Smith -la de la pena de muerte por garrote vil a quienes inician la agresión- o la NewHoppe -en esta tendría que jurar fidelidad a un monarca… si lo he entendido bien. En cualquier caso, todo va sobre ruedas, como era de esperar.

 

El libre mercado y los valores morales

 

Hace unos cuantos años tenía muy claro que el sistema de libre mercado debía ser defendido, en primer lugar, porque era el único éticamente justificable. Y sólo en segundo lugar, de manera complementaria, por sus consecuencias positivas para la sociedad. Estaba muy claro que, al tomar como base la ausencia de coacción y las interacciones voluntarias entre los individuos, era moralmente superior a sus alternativas. Pensar sólo en las consecuencias me parecía ceder ante el mezquino utilitarismo, una defensa innecesariamente débil de la libertad como principio rector de la organización social.

Hoy ya no puedo defender ese enfoque. Tanto los valores morales como el libre mercado son útiles. Y organizarse en torno a ellos es la mejor manera de manejar los conflictos. Punto. No puedo ir más allá, porque no creo que existan unos valores universales que deban ser respetados más allá de la consideración que hagamos de ellos en función de su utilidad. No matar, no robar, o no obligar a nadie a hacer algo que no quiere, son normas muy útiles, y por eso son fácilmente universalizables. Pero de esa utilidad no se puede extraer ninguna obligación moral. No son válidas en sí mismas. Tampoco el hecho de que todos los seres humanos compartan una cierta predisposición a reaccionar negativamente ante los abusos convierte los abusos en algo moralmente malo.

Luego si no hay acciones moralmente buenas o malas, tampoco el libre mercado es moralmente superior a otros sistemas basados en la coacción. Sí puede presumir, y no es poca cosa, de que permite aumentar la prosperidad en mayor medida que ningún otro sistema, y de que es más favorable a la interacción pacífica entre los individuos. Además, a pesar de que las normas por las que nos regimos no sean nada más que convenciones, podemos decir que existen de hecho, y que las adoptamos porque nos convienen. Por eso, pese a que el libre mercado no sea moralmente superior, sí podemos decir que es el único sistema compatible con esas normas morales que todos, en mayor o menor grado, aceptamos. Si según nuestras normas no está bien tomar coactivamente el dinero de otros, o prohibir a dos personas implicarse en un intercambio voluntario de ideas, bienes o servicios, entonces sólo hay un sistema realmente respetuoso con ese marco normativo. Todos los demás parten de la coacción.

Ahora bien, ya hemos dicho que esto no significa que el libre mercado sea objetivamente, moralmente superior a otros sistemas, puesto que esas normas son válidas en cuanto son útiles. ¿No podría haber casos en los que la coacción fuera útil? ¿No podría ser más útil, en el plano formal, hacer pequeñas excepciones a esas normas generales? Es muy fácil pensar en contraargumentos a ese categórico «robar está mal». El clásico ejercicio mental del padre que no puede comprar un medicamento para su hijo y lo roba de una farmacia, por ejemplo. Pero hay que reconocer que también es fácil pensar que si no aceptamos que el respeto a la libertad individual deba ser categórico, no podríamos oponernos a que en una región la mayoría de sus habitantes decidieran expropiar a unos pocos para repartirlo entre los demás.

¿Y por qué deberíamos oponernos? Rawls diría que deberíamos hacerlo porque «te puede tocar a ti»… siempre y cuando aceptases el juego mental del velo de la ignorancia. Pero eso no es un argumento válido, entre otras razones, porque ese velo no es más que una imagen que jamás se da en el mundo real. ¿Hay entonces alguna razón real para oponerse a casos tan extremos, más allá de los intereses de cada uno? ¿Hay algo objetivamente repugnante en el hecho de hacer sufrir a otros, más allá de los «gustos morales» de cada uno? ¿Hay, en fin, ética más allá de la estética?

Para responder a esas cuestiones sería útil saber cómo adoptamos los valores morales por los que nos conducimos. Una opción es decir que nosotros elegimos nuestros valores y creencias. Es la opción que defiende el genial profesor de la GMU Bryan Caplan:

I move now to my substantive notion of free will.  I claim that we
choose a large number of things.  To begin with, we choose our beliefs.

La cuestión es que incluso en el caso de que eligiésemos nuestros valores, no podríamos decir por qué unos valores serían superiores a otros. De cualquier manera, este enfoque no parece ser demasiado acertado. Si realmente eligiésemos nuestros valores, podríamos cambiarlos en cualquier momento. Ahora mismo, por ejemplo. Y el caso es que, por más que lo intento, no consigo convencerme de que matar, robar o coaccionar a otra persona esté bien. Creo que son acciones malas e injustificables, y no puedo pensar otra cosa. De hecho, si ya es difícil defender que cuando decido ver True Detective en lugar de Sálvame, o cuando elijo tomar el café sin azúcar, se esté produciendo realmente una decisión en lugar de una reacción a determinados afectos previos, ¿cómo va a ser posible defender que somos nosotros los que mandamos en nuestras creencias? Más bien son las creencias, como los gustos, las que mandan en nosotros. Y más que adquirirlas tras un proceso de deliberación racional, podríamos decir que las adoptamos -o «nos adoptan»- en función de cómo se acomodan en todo el entramado de creencias y gustos previos que nos han ido conformando como personas.

Es decir, segunda opción: no hay ningún proceso de elección racional detrás de nuestros valores. Se podría hablar, en un pequeño y perverso homenaje a Caplan, del Mito del agente moral racional. Nuestros juicios morales son fruto de una serie de predisposiciones genéticas y de lecturas y modelos que han podido reafirmar o debilitar esas predisposiciones. Y tan importante son las predisposiciones, sospecho, como los modelos. Al fin y al cabo, si tengo una exigencia moral elevada no es tanto por las lecturas de Ética como por el ejemplo de mis padres, de Atticus Finch y de algunas películas de John Ford.

Afortunadamente -aunque probablemente no sea cuestión de fortuna, sino de evolución- muchos seres humanos comparten una predisposición a considerar buenas y malas ciertas cuestiones fundamentales. Pero, como ya hemos dicho antes, eso no implica que esos valores estén en un plano trascendental, ni en el mundo de las Ideas ni en la propia Razón. Por lo tanto, volviendo al comienzo, no creo que el libre mercado deba ser defendido por su superioridad moral, aunque a mí me parezca preferible la libertad a la coacción. Sí debe ser defendido por su mayor utilidad. Entre otras razones, porque exige mucho menos de quienes estén convencidos. Convencer a alguien de que para conseguir sus fines es mucho mejor otro medio es bastante más fácil que convencerle de que cambie sus fines.

Tampoco hay que olvidar que habrá ocasiones en las que la defensa de esos valores morales se haga necesaria, más allá de vanos ejercicios intelectuales, para salvaguardar la integridad individual. En esos momentos de nada servirá intentar apelar a la razón. Al fin y al cabo no fue el ilustrado y razonable Ransom Stoddard quien libró a Shinbone  del cruel Liberty Valance, sino Tom Doniphon.

 

doniphon

 

 

OBRAS MENCIONADAS:

A Theory of Justice

The Myth of the Rational Voter: Why Democracies Choose Bad Policies

El Hombre Que Mató A Liberty Valance [DVD]

 

Walter White, Phineas Gage y la responsabilidad moral

 

flywhite

 

Ayer volví a escribir sobre Breaking Bad, a pesar de que éste no es un blog de series. El tema en el que me centré fue el mismo que ha ocupado buena parte de todos los posts que he publicado hasta ahora: los límites de la libertad, y, por lo tanto, los de la responsabilidad.

Si has llegado hasta aquí significa que o bien has visto la serie, o bien no tienes intención de verla. En caso de que aún no la hayas terminado, no sigas. Ya sabes, spoilers. Fin de los avisos.

 

Como decía, ya escribí en otra ocasión sobre la catadura moral de Walter White. Ayer, mientras se adivinaba el desenlace, no podía dejar de sentir cierta lástima por él. Y antes incluso de llegar al último capítulo se me ocurrió una idea que influyó notablemente en mi juicio definitivo sobre el protagonista. ¿Y si Walter White fuera simplemente otro Phineas Gage?

Phineas Gage, que por el nombre perfectamente podría haber sido el archienemigo de Sherlock Holmes, fue un trabajador del ferrocarril que sufrió un accidente grave -una barra metálica atravesó su cerebro- y, en lugar de morir, se convirtió en uno de los casos más citados en la historia de la Psicología. Aquí la referencia básica  obligada, para quien no lo conozca, y aquí unos cuantos matices a todo lo que creemos saber sobre el caso.

Lo importante en este asunto es que las lesiones cerebrales hicieron que la personalidad de P. Gage cambiase drásticamente. De ser una persona equilibrada, pasó a convertirse en alguien irascible, agresivo y falto de voluntad. Se transformó en otra persona. Tal vez el caso se haya exagerado un poco, y ciertamente es difícil comprobar cuánto hay de cierto en ello porque no está suficientemente documentado. Pero algunas investigaciones posteriores de Damasio con otros pacientes parecen aportar datos que confirman las volátiles hipótesis surgidas a partir de Gage. Efectivamente, las lesiones en determinadas zonas del cerebro afectan a la conducta. Y no se trata simplemente de pequeñas modificaciones. No estamos hablando de que alguien pase a tomar el café con dos terrones de azúcar en lugar de uno. Hablamos de modificaciones importantes como, por ejemplo, desarrollar tendencias pedófilas previamente inexistentes. Es decir, alteraciones con implicaciones éticas. Pónganse en situación: un profesor de primaria de Virginia comenzó a exhibir tendencias pedófilas. Nunca antes lo había hecho. Poco antes de entrar en prisión, se queja de unos dolores de cabeza muy fuertes. Acude al hospital, y le detectan un tumor de tamaño considerable situado en el cerebro. Los médicos extirpan el tumor y, mágicamente, las tendencias pedófilas desaparecen. Al cabo de un año, por si alguien piensa que se trata de una simple coincidencia, el tumor reaparece. Y con él, las obsesiones pedófilas.

El problema es que no hay nada mágico en ello. Pocos comportamientos suscitan tanta aversión como la pederastia. Y hay buenas razones para esa aversión, claro. Pues bien, si en el caso mencionado la pederastia aparece y desaparece con un tumor, podemos aventurar ciertas implicaciones «molestas». No diré que no hay responsabilidad en las acciones del paciente, pero sí que, al menos, habrá que contemplar la posibilidad de que no haya nada realmente libre tras esas acciones. Y, si no hay libertad…

¿Y por qué iban a ser «molestas», con comillas? ¿No es siempre mejor conocer realmente lo que hay detrás de cada hecho? Es posible, pero hay que tener en cuenta la necesidad de cierre, la necesidad de poder culpar a alguien. Si hay pobreza, tiene que haber un culpable. Si hay violencia doméstica, tiene que haber un culpable. En cualquier caso, además, no basta con «un» culpable concreto, individual. Tiene que ser un culpable simbólico. Los Illuminati, el patriarcado, Disney… Un culpable claro, directo, nada de factores diversos y causas complejas. Algunos llevan esa necesidad de atribuir culpas incluso a los desastres naturales. Chávez lo hizo tras el terremoto de Haití… aunque puede que no. El proyecto HAARP, ya saben.

But I digress, como siempre. Estábamos hablando de las lesiones cerebrales, de las implicaciones en el libre albedrío, y de la responsabilidad. Y habíamos empezado con Walter White. ¿Y si Walter White fuera otro Phineas Gage, decía? ¿Y si el incomprensible cambio que se produce en el bonachón profesor de Química fuera el resultado de un tumor cerebral? Ya sé que la hipótesis no se sostiene. Seguramente habría sido detectado mientras examinaban el cáncer de pulmón. Pero sería una explicación totalmente válida. Y por lo tanto, mi juicio previo sobre el protagonista de la serie habría sido precipitado. Injusto. Al fin y al cabo, Walter White seguía siendo el mismo, aunque un tumor afectase a su conducta. Seguía siendo el mismo… Ahí aparece la ilusión del Yo. ¿Dónde estaría exactamente ese él mismo? ¿Por qué sólo cuando comienza a experimentar cambios en la conducta decimos que ha dejado de ser él mismo? Es cierto que hay una continuidad mayor en el Walter White equilibrado, y que el otro Walter White no sería más que el resultado de un accidente, de una anomalía. Pero no olvidemos que ambos serían el resultado de unos sucesos, unas combinaciones, que escapan a su control. No es más normal, más auténtico, el primero de ellos. Pero en fin, de nuevo estamos en una cuestión diferente. No estábamos hablando del esquivo concepto del Yo, sino de Walter White y de la responsabilidad.

Cuando deja morir a la novia de Jesse, cuando envenena a Brock, cuando permite que Todd se salga con la suya tras matar al crío de la araña… en todos esos momentos, parece que White era incapaz de sentir empatía. No sufre remordimientos. En el fondo nos gustaría que no fuera nada más que el resultado de una degeneración moral. O, al menos, nos gustaría que en el fondo siempre hubiera sido así, y que en el transcurso de la historia hubiera ido saliendo su verdadero yo. Tendríamos nuestros dos minutos de odio. Pero si realmente se trata de algo más complejo…

Hay un por lo tanto dos párrafos más arriba en el que se encierra un dilema moral de difícil manejo. Hablábamos de implicaciones molestas. Y es que, si aceptamos que la conducta se ve afectada por lesiones cerebrales,  y que algunas de estas lesiones crean comportamientos que no se pueden controlar, el libre albedrío y la libertad sufren un duro revés. Y no hay responsabilidad sin libertad. Como decíamos, un por lo tanto que no siempre se asume.

Por no salirnos de la ficción, pensemos en Darth Vader. En Ozymandias. En el Joker. En Joffrey Baratheon. En Jack Torrance. Si pensamos que cuando destruyen Alderaan, o Manhattan, o a Barbara Gordon, en el fondo no pueden hacer otra cosa… Si pensamos que la crueldad de Joffrey o el arrebato homicida de Jack Torrance son consecuencia de una lesión cerebral, ¿afectaría a nuestro juicio sobre ellos? Más aún. Todos esos ejemplos son sólo ficción. Pensemos en Heydrich. En Eichmann. En Videla. En Mugabe. En Sadam Hussein. En Pol Pot. No son ficción, pero intentamos sacarlos de la realidad diciendo que son inhumanos. ¿Y si todas sus atrocidades pudieran ser explicadas por una lesión cerebral?

La mera idea de que todos esos asesinos -monstruos, diríamos, de nuevo en un intento de separarlos de nosotros- no fueran nada más que enfermos mentales sin capacidad de resistirse a sus impulsos, es extremadamente incómoda. Habría que apartarlos de la sociedad, claro, pero no habría culpa en ellos. Si, insisto, no pudieran resistirse a esos impulsos.

Algo que no está demostrado… afortunadamente.

(Y por cierto, Lenin, Stalin y el Che Guevara no están en el mismo grupo que el Joker. Sus crímenes fueron reales, a pesar de que algunos, aquí y allí, aún no se hayan enterado.)

OBRAS MENCIONADAS:

1984

Watchmen

Batman The Killing Joke

 

Paréntesis y número diez

Cuando comencé este blog tenía claras dos cosas. Que trataría fundamentalmente sobre Economía y Política, y que no llegaría a las diez entradas. Ambas predicciones se han incumplido. Hay que decir, no obstante, que la segunda predicción no es demasiado importante. Debe de ser el tercer o cuarto intento de blog, y en todos he fracasado miserablemente. No tanto en el fondo y la forma, que también, como en la constancia. Así que habrá que guardar un poco más esa piel de oso.

La primera anomalía, en cambio, sí me escama un poco más. ¿Qué hago a estas alturas hablando de Filosofía? Pensaba que era un vicio adquirido que había dejado atrás, pero al parecer no he avanzado tanto. El tema recurrente en estas diez entradas es el espejismo de la libertad. Que nuestras acciones no son absolutamente libres es algo que no se puede discutir. Otra cosa es que estemos acostumbrados a mirar hacia otro lado para no tener que afrontar las consecuencias que se puedan derivar de ello.

Pero mirar para otro lado es algo que no hacemos a este lado del Pecos. Sobre eso hablaré en la próxima entrada.

 

Los enemigos de la libertad

A veces leo que hay personas al parecer muy preocupadas por los enemigos de la Libertad. O tal vez habría que decir Enemigos, para darle más empaque. A mí me producen tanto miedo como los enemigos del Bien, los enemigos de la Justicia o incluso los enemigos de los X-Men. Sencillamente, no existen.

Quicksilver_Hermandad_mutantes_diabolicos

Imaginarse a uno mismo en una cruzada contra esos feroces enemigos es tan productivo como imaginarse combatiendo en la última batalla contra el franquismo por el mero hecho de firmar en change.org una petición para retirar no sé qué cuadros en un Ayuntamiento. Los molinos que son gigantes, vamos. Pero debe de ser tan gratificante pensar que aún quedan grandes batallas en las que participar… El Bien contra el Mal, la Alianza Rebelde contra el Imperio, libertarios contra liberticidas. Sí, han oído bien, liberticidas. Personas ávidas de poder, alérgicas al inextinguible fulgor de la Libertad. Comen cachorros de gato y derechos fundamentales. Si te encuentras con uno, Rand no lo quiera, muéstrale una imagen de Ama-gi y saldrá corriendo. Y cuidado, porque siempre están cerca. Desde el político más intervencionista al alcalde del último pueblo de España; desde el agente de tráfico al ciudadano que paga sus impuestos o vota a un partido. Todos son agentes del Gran Mal. Incluso tú podrías ser uno de ellos…

la_invasion_de_los_ultracuerpos_1978_4

Lógicamente, nadie con un mínimo de inteligencia puede hablar en serio de los supuestos «Enemigos de la Libertad» sin sentir cierto sonrojo intelectual. No hay una agrupación de villanos con el objetivo vital de erradicar la libertad de la faz de la Tierra. En el fondo es una nueva formulación del clásico relato mitológico sobre el antiguo Mal que retorna para aniquilar la Luz y hacer que vuelvan las Tinieblas. En el origen, todo era Oscuridad. Los Enemigos de la Libertad anhelan volver a esos tiempos, y no hay una finalidad en sus acciones, salvo evitar que seamos libres. Quieren quitarnos las armas, impedir que consumamos cocaína, e incluso pretenden obligarnos a pagar impuestos para financiar la sanidad pública. Pero no hacen todo eso simplemente porque piensen que así se logra evitar un mal mayor en la sociedad, no. La realidad es que disfrutan elaborando legislaciones liberticidas. Un discurso maximalista y lisérgico, por cierto, que también causa furor en las filas del Mal.

Quieren acabar con todo

¿Entonces, qué pasa? ¿Estoy diciendo que hay que defender la prohibición y los impuestos? ¿Me he vuelto socialdemócrata? ¿¿¡¡Soy, acaso, uno de esos liberticidas!!?? Tendría que comprobarlo, pero creo que no. Lo que sí estoy diciendo es que puede haber razones para no apoyar la libre venta de todo tipo de drogas y armas o para defender las patentes, sin necesidad de abrazar la causa liberticida. El propio término «liberticida» es absurdo. Se podrá argumentar que, de acuerdo, puede ser un tanto exagerado, pero al menos no es tan rematadamente estúpido como el de «austericida». Y además puede ser útil…

Y aquí es precisamente donde encuentro el mayor problema. No en el hecho de que una mentira o una exageración pueda ser útil. Al fin y al cabo, es posible que en política haya que ser un poco Underwood, como decían en un artículo reciente en The Freeman. (Por eso tal vez sea mejor alejarse de ella, aunque eso es otra historia) Lo que discuto no es la moralidad de esas caracterizaciones exageradas, sino precisamente su utilidad real. No estoy demasiado seguro de que mediante discursos maximalistas de todo o nada se vaya a conseguir convencer a nadie. A decir verdad, ni siquiera creo que con un discurso más ajustado a la realidad se puedan conseguir grandes cosas. Pero al menos sí se evitaría cometer el tremendo error de reducir el campo de acción a un absurdo libertarios contra liberticidas. Tremendo error, entre otras razones, porque en ese caso sería mejor irse a la Luna. Si pagar impuestos, defender la utilidad de la policía o estar a favor de la sanidad pública nos acerca un poco más a Hitler y a Stalin, entonces nos quedan dos telediarios.

Como dijo aquella vez el famoso, probablemente inexistente y críptico poeta, inventor, héroe, semidiós libertario William Z. Bankleshift: «Cuidado, insensatos, pues no son pocos quienes se han convertido en enemigos de la libertad precisamente por combatir a los Enemigos de la Libertad.»

 

DISCLAIMER: Cuando digo todo esto, por si hace falta explicitarlo, no estoy pensando en los discursos más o menos entusiastas en defensa de la libertad. Eso es cuestión de carácter. Estoy pensando en algunos discursos simples, maniqueos, maximalistas y pseudorreligiosos a los que en ocasiones tengo la fortuna de acudir en calidad de mero espectador. No estoy diciendo tampoco que no haya lugares en los que se combata, en cierto sentido, por la libertad, a pesar de que también aquí sería más acertado hablar de más libertad. Venezuela es el caso que hay que citar hoy en día. Lo que digo es que no todos los Gobiernos son tiránicos, que cien policías intentando contener una turba de salvajes no es lo mismo que la brutal represión que se está viviendo en Venezuela, y que no ser capaz de elaborar un discurso que distinga entre esas situaciones es hacer un flaco favor a la causa, por buena que ésta sea.

La muerte de Dios y el envilecimiento de lo Absoluto

marxist-pantheon

Cuando Dios muere, otras mayúsculas ocupan su lugar. Y Dios ha muerto ya muchas veces. Se podría decir que la primera muerte ocurre en 1789, y a partir de ahí jamás se recupera del todo. Las primeras mayúsculas son Revolución, Libertad-Fraternidad-Igualdad, Razón, Estado… Terror. Albiac levanta acta en su Diccionario de adioses. La naturaleza aborrece el vacío, y el hombre la ausencia de lo Absoluto.

No es necesariamente verdadero que la muerte de Dios tenga como consecuencia la disolución de los valores morales universales, como tampoco que su presencia sea garantía de esos mismos valores. Pero lo que sí es verdad es que los tres grandes terrores en la historia reciente de la humanidad – el surgido de 1789, el comunismo y el nazismo- aparecen precisamente cuando Dios agoniza. Dos de esos terrores, además, se jactan de haber matado a Dios para poner en su lugar al Hombre. Pero el deicidio no configura un nuevo orden. Se trata, simplemente, de una usurpación. Los rituales, los nombres, el santoral, todo muta para adaptarse al nuevo credo. Enseguida aparecen los herejes, y cómo no, la Inquisición. Y las justificaciones. Todo lo que se hace en nombre de lo sagrado es justo y necesario. Cambiarlo todo…

También el Misterio tiene su papel. El conocimiento racional, con el tiempo, da paso a una negación deliberada de la explicación y aparece el dogma, lo sobrenatural. Y no sólo opera en los mencionados totalitarismos conscientemente deicidas, sino incluso en nuestro querido liberalismo. La mano invisible, las fuerzas del mercado, el orden espontáneo, mal entendidos, son el sustituto de la Divina Providencia. Nada de esto podría entenderse sin la promesa de un paraíso, claro. Una cosa es no creer en Dios, y otra muy distinta aceptar que no hay nada más que átomos. El paraíso en la tierra comunista es inviable, pero el día en que triunfemos, el día en que el Estado desaparezca, el progreso será imparable. Llegaremos todos a la Quebrada de Galt, donde habrá oro y bitcoins . Al fin y al cabo, Libertad es Prosperidad. También tenemos nuestra dosis de profetas, mesías, herejes e infieles. Y el empeño por conseguir una menor dependencia del Estado es en no pocas ocasiones convertido en Cruzada. Hay que vivir con ello.

Decía que hay mayúsculas para todos los gustos, y evidentemente algunas son peores que otras. Siempre es preferible la Libertad frente al Pueblo, por ejemplo. Pero también es preferible la libertad en lugar de la Libertad. Es posible que esta tendencia a las mayúsculas sea una vez más fruto de nuestros genes. Y éstos, a su vez, de la evolución. Puede que la creencia en lo Absoluto, en los paraísos, en la existencia de un fin y un diseño más allá de todo lo que nos acontece, haya hecho más fácil la supervivencia de la especie humana. Puede que por ello nos sea difícil escapar realmente de la ilusión religiosa, especialmente cuando hemos «escapado» de Dios. Necesitamos causas, sentido, esperanza… y miedo. Y si Dios no provee, que lo haga la Política. Al fin y al cabo, como decía Chesterton, Lo malo de que los hombres hayan dejado de creer en Dios no es que ya no crean en nada, sino que están dispuestos a creer en cualquier cosa. Aunque, bueno, en realidad Chesterton nunca dijo eso. Pero tampoco importa demasiado.

OBRAS MENCIONADAS:

Diccionario de adioses

 

Fuego en los genes

violencia

Todos podemos aceptar en mayor o menor grado que buena parte de lo que somos y hacemos es el resultado de una determinada configuración genética. El entorno influye, claro, pero sólo hasta cierto punto. Los genes, en cambio, condicionan. O predisponen. No determinan, gracias a Dios. Pero aprietan que da gusto.

Así, en una misma casa, con la misma educación, los hermanos pueden tener, y normalmente tienen, gustos muy diferentes. Pueden tener facilidad para los idiomas, para las matemáticas o para el deporte. Pueden pasar horas frente a la televisión o escuchando música. Dentro de la música, algunos se sentirán atraídos por la clásica, y otros por el pop. Muy poco hay en esos gustos adquiridos de «adquirido». Todo esto, decía, no creo que sea difícil de aceptar.

Avanzando un poco, son también los genes los que predisponen a una persona a buscar experiencias límite como tirarse en paracaídas, nadar entre tiburones, lanzar piedras a la policía o descender por los rápidos de un río. Paracaídas, tiburones, rápidos, ¿policía? Sí, también. Detrás de todos esos disturbios que se producen en cada manifestación y que al parecer no tienen nada que ver con la manifestación en cuestión -se ve que hay por ahí muchos lectores de Hume- probablemente estén los genes. No es que el Pueblo esté harto, sino que algunas personas necesitan lanzar piedras, o consignas, o cócteles molotov. Y da lo mismo que el de al lado enarbole la bandera comunista, el arrano beltza o una esvástica retorcida. Esto no quiere decir que una misma persona pueda estar indistintamente en una manifestación neonazi y en una comunista, sino que probablemente -sí, siempre es probablemente- la elección por el modelo del gulag o el de los campos también estará en los genes. Algunos preferirán el bigote grande, y otros el bigote pequeño. Y no se decantan por uno u otro únicamente en función de su entorno o de sus lecturas. Si fuera así, bastaría con leer El Manifiesto Comunista o Mi Lucha para convencerse. Luego tiene que haber algo más allá de esas lecturas. Tiene que haber algo anterior a esos estímulos. Y ese algo, decíamos son los genes.

Entonces, ¿hay un gen comunista, o nazi, o violento? No, no es así. Al parecer se trata de algo bastante más complejo. No son genes aislados los que configuran la personalidad de cada individuo, sino combinaciones entre genes que configuran aspectos más generales. No son los genes los que hacen que alguien coja una antorcha, pero sí pueden hacer que esa persona sea más o menos reflexiva, más o menos impulsiva, más o menos agresiva. O que tenga una necesidad mayor o menor por el orden, una aversión mayor o menor a la incertidumbre y al riesgo, una capacidad mayor o menor para empatizar con otras personas…

Todos los que estaban hace unas horas arrojando contenedores, botellas y piedras contra la policía, los bancos y los comercios no son simplemente bárbaros ciudadanos comprometidos-aunque-confundidos. Pero tampoco son sólo marionetas de sus genes. Si fuera así, no podríamos hablar de responsabilidad. Adiós a la civilización. Lo que plantea otra cuestión: ¿decimos que no son simples esclavos de sus pasiones porque sabemos que no es así, o porque si fuera así habría que replantearse profundamente las bases del orden social? Seguramente ambas, aunque es lo segundo lo primero en acudir a la mente.

En cualquier caso, no teman. No podemos decir que nuestra tendencia política esté únicamente en los genes. Tampoco nuestra tendencia a ser más o menos violentos. Pero parece evidente que gran parte de las explicaciones a esas conductas parten de la genética. Es posible tener una predisposición a la violencia y no ser violento, gracias a los inhibidores y moderadores sociales. Aunque me atrevería a decir que precisamente nuestra respuesta a esos inhibidores también está condicionada por los genes. Un mayor o menor miedo al castigo, un mayor o menor nivel de testosterona o un mayor o menor aprecio por los argumentos éticos bien elaborados condicionarán el efecto de los mecanismos de represión de la violencia.

But I digress, again. Todo lo que se vio ayer -el mal gusto, la violencia sin sentido, la incapacidad de tener en cuenta las consecuencias de esas acciones, el miedo a detener al compañero dispuesto a lanzar una piedra, la reacción defensiva de un participante cuando se le mencionan estos brotes violentos, los discursos populistas, mesiánicos y sentimentalistas, la reacción favorable a ese tipo de discursos, la sensación de grupo que se genera en ese tipo de actos…- está, en parte, enterrado en los genes. Los manifestantes que desean la muerte de Rajoy y los que desean la muerte del árbitro de turno responden a los mismos impulsos. Y no van a dejar de hacerlo simplemente porque alguien dialogue con ellos. Entre otras razones, porque aceptar que algo tan personal como las ideas y la manera que elige cada uno para defenderlas están de alguna manera escritas en los genes, puede ocasionar demasiadas molestias.

OBRAS MENCIONADAS:

Koba el temible

La tabla rasa: La negación moderna de la naturaleza humana

 

La miseria moral de Walter White.

ww

***¡OJO, SPOILERS!***

Aún no he terminado la última temporada de Breaking Bad, pero ya puedo afirmar que Walter White es el personaje más miserable, mezquino y abyecto que ha habido en la historia de la televisión. Y cuando digo televisión quiero decir mi televisión, así que no, no he cubierto todo el campo de estudio. Pero da igual. Estoy seguro de que lo es.

¿Y qué es lo que convierte a WW en un sujeto tan miserable? Ha matado, directa e indirectamente, y se dedica a una labor, digamos, poco edificante. Pero eso mismo hacían Avon Barksdale y Stringer Bell, y en cambio jamás despertaron ese grado de antipatía. Tal vez el bueno de Stringer, hacia el final, pero ni siquiera. Simplemente tenía una visión diferente del mundo del hampa. Por no salirnos de The Wire, habría que mencionar a Marlo Stanfield. Sí, era muy malo. Tal vez el único integralmente malo de toda la serie. Pero «sólo» era eso, un jugador sin código moral… que no pretendía tener código alguno. A Omar no hace falta ni mencionarlo, claro. No comparto la adoración que recibe mayoritariamente, pero es un buen tipo.

Alguien puede estar pensando en Tony Soprano. Hombre de familia, con hijos y una relación compleja con su mujer, sin escrúpulos. En principio parece tener muchos puntos en común con Walter White… pero no. Tony Soprano es el epítome del cabrón carismático. Ya hablé de él en otro sitio, por si os interesa echarle un vistazo.

¿Quién nos queda? ¿Quién podría igualar el grado de miseria moral de Walter White? Nadie. Al menos en el mundo de las series de TV. Ha habido traidores en la ficción, sí. Fredo, cómo no, el ejemplo más claro. Ha habido manipuladores como Francis Urquhart, de quien Frank Underwood es mera copia. Y Ozymandias, el peor villano de la historia de los comics. El villano que se cree héroe, salvador, padre. Pero ya tenemos a Stalin. Asesinos en serie, torturadores, tiranos… demasiado grandes, demasiado lejanos.

Walter White es diferente. Me he preguntado por qué unas cuántas veces. Qué es lo que me resulta tan desagradable en el que era un tipo directo, resignado y protector en la primera temporada. Un profesor de instituto consciente de su mediocridad, de su inteligencia malgastada, que se resiste a ser una carga para su familia. Y creo que sé lo que es, pero me parece insuficiente. No puede ser simplemente la mentira. Pero no encuentro otra explicación. Walter White miente, a todo el mundo. Y miente únicamente para protegerse. Miente a su mujer, a su hijo, a su cuñado. Peor aún, miente a Jesse. Lo peor no es que deje morir a Jane, sino que le mienta. A Jesse, su «socio».  Para protegerse a sí mismo, claro. Y hacia el final, cuando le dice que Mike está vivo, sospecho que da un paso más. Ya no se conforma con mentir, sino que posiblemente sabe que Jesse no le cree. No es una mentira, sino una patada a la verdad. Una negación consciente de lo real, por decirlo de algún modo, en la que introduce a Jesse. Y mientras lo hace no se percibe el menor asomo de… ¿de qué? Arrepentimiento, remordimiento, duda… no, no se trata de eso. Es algo más, pero aún no soy capaz de explicarlo.

Walter White mata, sí, pero no es ése su mayor crimen. Tampoco estoy seguro de que sea, simplemente, mentir. Eso sería un exceso kantiano. Sé que tiene algo que ver con Jesse. De todas las traiciones que comete, ésa es la peor.  Jesse viene de ser un yonki, y probablemente acabe volviendo allí. Pero en el camino desarrolla algo que no se puede permitir un asesino: conciencia. Ahora mismo es lo más cercano a Raskolnikov que ha producido la ficción televisiva. La muerte de Drew Sharp ha sido demasiado. Mucho peor que la de Gale, a pesar de que en la del niño asiste como «simple» espectador.

Pero nunca se es mero espectador de un crimen, claro. Se es cómplice. Y, mientras Jesse se atormenta, Walter silba. Es ese silbido lo que mejor resume el personaje de Walter White. La ausencia total de empatía, la incapacidad de entender el descenso a los infiernos al que está arrastrando a Jesse.

But I digress. Debo de ser la única persona a la que le gustó la primera temporada. No entendí las tres restantes, aunque ahora cobran sentido. Sólo espero que termine pronto. Que Jesse le dé un final a la altura. No de la serie, sino de ese mito llamado Justicia. Y si no es Jesse, entonces Hank. No necesité que McNulty atrapase a Avon, y tampoco que Avon venciera a Stringer. Marlo podría haber seguido reinando. Como el asesino de Zodiac. Incluso Liberty Valance era sólo ficción, pese a ser mucho más que eso. Walter White, extrañamente, tiene que caer. Posiblemente vuelva a este post dentro de un tiempo, y tal vez sepa por qué tenía que caer.

OBRAS MENCIONADAS:

¿Hay derecho a mentir?: (La polémica Inmanuel Kant – Benjamin Constant, sobre la existencia de un deber incondicionado de decir la verdad)

Watchmen

Hombres fuera de serie: De Los Soprano a The Wire y de Mad Men a Breaking Bad. Crónica de una revolución creativa

The Wire, Errata Naturae

 

Sócrates apesadumbrado

sisyphe

Decía hace poco en otro sitio que últimamente ando no ya pesimista, sino fatalista. Y se me ocurría también hace poco que la rapidez con la que se suele trivializar el acto de votar es perfectamente aplicable a la mayoría de las acciones que realizamos con el fin de cambiar las cosas. Votar es inútil, se dice, porque cada voto en sí mismo vale prácticamente nada. Pero escribir todo esto también lo es. Y dedicar horas y horas a discusiones en redes sociales de todo tipo, organizar conferencias, seminarios, jornadas… El número de personas que van a replantearse sus creencias tras leer o escuchar un argumento convincente -que nos parece convincente- es muy pequeño. La influencia de todas esas acciones es por tanto, como en el caso del voto, cercana a cero. Y aun así no dejamos de hacerlas.

Es cierto que el de la irrelevancia no es el único argumento en contra del voto. Hay muchos otros, bastante más válidos. Pero el caso es que cualquiera de los dos mecanismos de participación política (voto y discusión, a falta de otro término mejor) es inútil.  Nada va a cambiar gracias a nuestras bienintencionadas acciones. Tal vez cambie, quién sabe. Pero la aportación individual en ese hipotético cambio será o una nada lúcida, o una vana ilusión de algo.

No podemos cambiar al mundo, y mucho menos a nosotros mismos. No nos queda otra opción, pues, que la de abandonar cualquier ideal, cualquier esperanza de mejora, abandonar tanto a Platón como a Aristóteles, y retirarnos al jardín de ese «Sócrates apesadumbrado» para dedicarnos a las cosas realmente importantes. O bien vivir en la confortable mentira de que podemos controlar parte de lo que nos acontece, de que somos dueños de nuestras acciones, y de que éstas tienen alguna influencia en el desorden ruidoso de ahí afuera.

En cualquier caso, sea cual sea nuestra elección, no será realmente «nuestra».

OBRAS MENCIONADAS:
Obras – Epicuro

Verdad, es decir, Belleza.

Hay algo en este vídeo (minuto 1:59) casi más interesante que presenciar el momento en el que un estudiante le comunica a un profesor que se acaba de demostrar aquello que postuló hace treinta años. «¿Y si creo en esto porque es bello?», dice Linde. «Linde», como si le conociera de toda la vida. Linde es un profesor que no conocía, hablando sobre una investigación que no conocía en torno a un fenómeno que conozco mucho menos de lo que debería. Al menos Stanford sí me suena.

El caso es que nada más ver el vídeo volví a reproducir unas cuantas veces la parte en la que da rienda suelta a todos esos «What if». Y enseguida me pareció que entendía de lo que hablaba. ¿Y si creo en las cosas que creo porque me resultan, de algún modo, bellas*? ¿Y si creo que la sociedad funciona mejor cuando es libre simplemente porque es una idea que me agrada? ¿Y si creo que el libre mercado ayuda a solucionar los conflictos de manera pacífica, a reducir la pobreza y a desarrollar la creatividad porque me resulta de algún modo elegante? Y así podría seguir, colocándome, inconscientemente -bueno, ya no, se acaba de hacer consciente- a la altura de Linde. Un científico que hace dos días no conocía, y que ahora me sirve como referente. Yo, como Linde, me planteo con frecuencia qué hay de cierto en mis creencias. Yo, como Linde.

El hecho de preguntarnos de whatifianas maneras por nuestras creencias es también, como ya se ha comentado en alguna otra ocasión, producto de nuestras predisposiciones genéticas. ¿Qué nos diferencia de aquellos que aceptan acríticamente los dogmas más peregrinos, incapaces de cuestionar sus mayúsculas generadoras de sentido? Libertad, Humanidad, Justicia, Pueblo, Verdad… ¿Qué nos diferencia de quienes depositan en esas causas sagradas la esperanza de que haya un fin último, un para qué, de todos esos ateos incapaces de vivir en un mundo sin Absoluto? ¿Qué es lo que hace, en fin, que seamos capaces de «conformarnos» con un mundo sin causas últimas, en el que no hay nada que justifique todo lo que ocurre? Nada más que la genética, con un toque de circunstancias personales. Son predisposiciones, no conocimiento derivado de una búsqueda calmada y reflexiva de la verdad. Del mismo modo que es predisposición buscar la verdad de manera calmada y reflexiva, en lugar de coger una antorcha y salir a quemar bancos, ideas o personas. ¿No hay, entonces, diferencia moral entre el espíritu crítico y el espíritu dogmático? Sí, y no. Según lo que te parezca más bello.

Pero estoy mezclando demasiadas cosas. Y ni siquiera estoy aportando datos que apoyen lo que digo. En cualquier caso, están ahí. De Spinoza a Damasio, pasando por infinidad de papers que… ¿que qué? Que he leído porque sabía que reforzarían algo que había comenzado a pensar. ¿Cuánto tiempo he dedicado a estudiar la relación entre la genética y nuestras creencias? No mucho. Desde luego, no el suficiente como para hablar con la rotundidad que estoy empleando. Y aun así, lo tomo como una certeza.

La cuestión es, y al menos hay una cuestión detrás de todo este discurso sin sentido, que no encuentro nada bello en el hecho de ser mucho menos libre de lo que pensaba. Luego no, Linde -¿y quién es Linde, al fin y al cabo?- no creemos en lo que creemos porque nos parezca bello. La idea de vivir pensándonos libres cuando no lo somos, de vivir engañados y construir castillos de arena partiendo de esa ilusión, no es en absoluto bella. Es fea, nos devuelve al barro. Y aun así, no la evito.

Pero hay una trampa encerrada en esto último. Es posible que la idea en sí no sea agradable. Mas la idea de haberse dado cuenta de que lo otro era un engaño, la idea de que es posible escapar del mundo de Truman (hacia el del true man), sí lo es. Verdad, Belleza. El esclavo que se libera y comienza la ascensión para escapar de la caverna. Nada nuevo.

Nada escapa a la maldición de Spinoza. Tampoco esto. No basta con leer para aceptar que estábamos equivocados. La idea que defendíamos erróneamente y la idea que ocupará su lugar son afectos, y como afectos dejamos que combatan entre ellas. Aquella que se presente con mayor intensidad, podrá permanecer. Sólo después de que haya vencido en ese combate de afectos dejaremos que los datos «convenzan» a la razón.

Si todo esto nos lleva o no al relativismo, es cuestión para otro día. Pero ya adelanto que no. No lo creo.

* Atención a la pregunta de 2012 de Edge.org: What is your favorite deep, elegant, or beautiful explanation?

OBRAS MENCIONADAS:

En busca de Spinoza

Ética demostrada según el orden geométrico

This Explains Everything: Deep, Beautiful, and Elegant Theories of How the World Works