
El recurso al diálogo como vía para resolver conflictos y armonizar intereses ha sido una constante en la historia de la humanidad. Pero también lo ha sido la guerra. Si alguien deseaba un bien ajeno, existía la posibilidad de negociar y ofrecer a cambio algo valioso. También existía la posibilidad del garrotazo. Ambas opciones son propias del ser humano, y ninguna es más humana que la otra. Un ser humano, por el hecho de serlo, no está naturalmente predispuesto al diálogo. Del mismo modo, y aún más evidente, la persona que no elige el diálogo para resolver conflictos no deja de ser humana. Tercer dato: es mala idea intentar resolver un conflicto mediante el diálogo con alguien que blande espadas o pistolas y manifiesta intenciones homicidas hacia aquellos que se crucen en su camino. Muy mala idea.
Por eso no hay nadie que lo haga. Quien se enfrenta a alguien así sabe muy bien lo que tiene que hacer. Llevar más pistolas, más espadas, más caballos y más de todo. Golpear primero, y tan fuerte como pueda. Y si el fanático aún sigue en pie después de recibir los golpes, que tire las armas, saque una bandera blanca y pida clemencia. Se estudiará. No hay nadie que haga otra cosa. Que se plante ante un fanático armado con libros, flores y palomas. O al menos, no hay nadie que lo haga dos veces. Hay que estar vivo para repetir, y no suele darse el caso. Habría que ser idiota para hacerlo, puesto que el fanático no engaña a nadie. No es alguien que se aproveche de la ingenuidad del contrario. No atrae a su enemigo a una trampa desarmado y solo, como en las películas, para después bañarlo en plomo desde los tejados. El fanático deja bien claro, desde el principio, su intención de acabar con los enemigos. Y suele repetir esa intención con frecuencia.
Nadie en su sano juicio se defiende de un fanático con símbolos y hashtags. Pero sí hay personas que piden que otros lo hagan. Desde un ordenador, desde un parlamento, desde un púlpito o desde una cátedra. Desde la seguridad que ofrece la lejanía, en definitiva. Y suelen hacerlo cuando la lucha no pinta bien para el fanático. Cuando aún no ha podido prepararse, o cuando está en las últimas. A miles de kilómetros, desde donde no se escuchan las bombas, los misiles o los gritos, condenan toda violencia y llaman al diálogo. Sólo hay dos razones que expliquen esta actitud: estupidez o pulsión homicida encubierta. El diálogo es posible y seguramente apropiado en multitud de casos. Y no tiene nada que ver con la escala del conflicto. Puede ser igualmente válido en una pelea de hermanos y en la antesala de una guerra nuclear. Hay sólo un factor necesario: que las dos partes manifiesten apertura al diálogo. La clave del asunto, por si no ha quedado claro: las dos partes. Desde el momento en que una de esas partes no reconoce el derecho a existir de la otra, o manifiesta que su único objetivo es la aniquilación del contrario, sólo alguien con nulo sentido de la realidad puede hablar de diálogo.
O con deseos homicidas, decíamos. Es una buena manera de acabar con alguien sin mancharse las manos. Obligarle a tirar las armas y encerrarlo en una habitación con el otro, el fanático. En una de ésas en las que no existe el Estado de Derecho, tal vez. Y venga, a dialogar. A hablar sobre lo humano y lo divino con quien ha jurado no descansar hasta verte muerto. Y mientras tanto, palomitas. Desde el ordenador, el parlamento, el púlpito o la cátedra. Y cuando se abra la puerta y aparezca el fanático con la cabeza del otro, manos a la ídem. Lamentos, lágrimas de cocodrilo y sorpresa. “No era esto, no era esto.”
Estupidez o pulsión homicida… hasta que llegan a tu casa. Y el ordenador, el parlamento, el púlpito y la cátedra dejan de ser lugares seguros. Habrá quienes seguirán empeñados en construir y no destruir, y en los hashtags, las flores y los poemas como defensa ante las espadas, incluso cuando las tengan enfrente. En esos casos podremos seguir hablando de estupidez, pero no de pulsión homicida. Será simplemente pulsión suicida. La de la Europa que abre las puertas a los bárbaros. La que saca la bandera blanca cuando comienzan a asomar banderas negras. Gran tradición europea: apaciguamiento.
*La foto del inicio, por cierto, es de 2010.