Ser profesor el 27 de enero es constatar un fracaso. Que en realidad son varios. Es el día oficial de conmemoración en memoria de las víctimas del Holocausto. Y en la irrelevancia con la que se recibe esa fecha se encuentra ya el primero de los fracasos. Es un fracaso; y aun así, es liberador. Al menos queda a salvo de la viscosidad de los mensajes prefabricados con los que se envuelven otras fechas oficiales.
Pero no es ése el peor fracaso. El peor, el que de verdad duele, es el que constata la imposibilidad de anular esa irrelevancia. Es el fracaso exclusivo del profesor que se impone como deber explicárselo a los alumnos, y que se tiene que enfrentar a la inevitable derrota en su apuesta contra el olvido. Cincuenta minutos dedicados a explicar lo que tal vez no pueda ser explicado. Cincuenta minutos que quedarán de alguna manera en el recuerdo de ¿tres? ¿dos? alumnos interesados, y que se borrarán en los primeros cinco minutos del recreo.
Hasta hoy pensaba que lo realmente difícil sería explicarlo sin caer en los errores habituales. Especialmente, en la adjetivación plana. Pensaba que la clase se dirigiría muy pronto a los tópicos y a las calificaciones apresuradas y sentimentales. No ha sido así. En algunos casos todo ha terminado muy pronto. “Es muy pesimista, muy plof, muy bajonero”. Y a primera hora, además. Posiblemente habrían preferido el testimonio directo de un superviviente. Por la cosa de lo exótico. La anécdota que envuelve la confesión de una vida inexplicable.
“Es la distancia”, me han ofrecido como explicación en dos conversaciones diferentes. Han pasado muchos años, no les impacta, les queda muy lejos. Y no sé si será así. Sospecho que no. Pero da lo mismo. No se trata ya del fracaso de no poder explicarlo. Se trata de la certeza de que no hay nadie a quien explicárselo. La certeza de que ésta, también, es una batalla perdida.
Pero a pesar de eso, habrá que seguir recordándolo. No para evitar que vuelva a repetirse, ni para que lo aprendan los más jóvenes; no somos tan ingenuos. Habrá que recordarlo, sencillamente, porque es lo único que podemos hacer.