Éste es el editorial con el que abría el primer número de Physis, la revista de Filosofía que estamos haciendo en Bachillerato, y de la que probablemente hablaré en otro momento.
Enero de 2015 será recordado por el atentado contra Charlie Hebdo, el semanario francés que había publicado varias caricaturas en las que se representaba a Mahoma. Al Qaeda declaró a la revista objetivo de su particular guerra santa por el hecho de haber ofendido al Islam. Lo que se consideraba ofensivo no era sólo la representación satírica del profeta, sino su mera representación gráfica. La llamada “crisis de las caricaturas” comenzó en 2005, cuando el periódico danés Jyllands-Posten publicó una serie de caricaturas para ilustrar un artículo sobre la libertad de expresión y la autocensura. El artículo se escribió precisamente por los problemas que habían surgido en Dinamarca cuando un autor de libros infantiles decidió publicar un libro sobre la vida del profeta Mahoma. Nadie se atrevía a ilustrarlo por las amenazas de grupos islamistas radicales. Las caricaturas marcaron el inicio de la polémica, que derivó en una serie de protestas violentas en diversos países del ámbito musulmán, en los que se atacaron consulados, embajadas y bases militares occidentales. Las protestas se extendieron a toda Europa, y diversos medios decidieron publicar más viñetas como muestra de apoyo al periódico danés y como reivindicación de la libertad de expresión. Entre esos medios estaba Charlie Hebdo.
Hay que decir que Charlie Hebdo no era una revista islamófoba. No se dedicaba a ridiculizar el Islam. Se dedicaba a ridiculizar todo. O todo lo que les apetecía ridiculizar. El cristianismo, el judaísmo, y por supuesto, la política francesa. Charlie Hebdo se había ido labrando una justa fama de irreverente, nunca de islamófoba. La publicación de esas caricaturas no era por lo tanto una crítica satírica al Islam. No eran, de hecho, una crítica. Eran simplemente una burla. A algunos les parecían graciosas, a otros no les gustaban, y a otros les parecían ofensivas. Pero en eso consiste la libertad de expresión. Charlie Hebdo era una revista satírica. Y no sabemos si seguirá siéndolo. Antes del atentado, el semanario tenía una tirada de 60.000 ejemplares. Tras el ataque, mientras todo el mundo decía ser Charlie, los supervivientes prepararon un nuevo número. La tirada fue de tres millones, que no tardaron en agotarse. Pero a pesar de esos tres millones, no tenemos la certeza de que la revista vaya a seguir publicándose. Entre otras razones, porque si bien es cierto que somos muy rápidos a la hora de mostrar nuestra solidaridad con las causas mediáticamente relevantes, no es menos cierto que somos aún más rápidos olvidando esas causas. El cubo de agua contra la ELA tuvo su momento, igual que el “Bring back our girls” dirigido, con una alta dosis de ingenuidad o infantilismo, al grupo terrorista Boko Haram. Pero el cubo de agua podría considerarse un fracaso, y Boko Haram asesinaba a 2.000 personas mientras los últimos hashtags de apoyo a Charlie Hebdo iban recogiendo sus cosas y se disponían a irse a casa. Cabe preguntarse si el desafío del cubo de agua realmente era una manera de apoyar la lucha contra la ELA, y si los mensajes contra Boko Haram iban realmente dirigidos a Boko Haram.
Pero pasaron más cosas esos días. Mientras el “Yo soy Charlie” triunfaba en los medios y en las redes sociales, cuatro personas eran asesinadas en un supermercado. Ese mercado estaba en París, como la sede de Charlie Hebdo. Pero era un mercado kosher. Es decir, judío. Igual que las cuatro personas asesinadas. El episodio fue noticia en cuanto espectáculo. Algunos vimos las imágenes del asalto al local, en el que los policías abatieron al terrorista cuando se dirigía a la salida. Eso fue todo. Nadie, o muy pocos, señalaron que no fue la casualidad lo que llevó a Amedy Coulibaly a encerrarse precisamente en una tienda judía. Y desde luego nadie, o muy pocos, recordaron el atentado cometido en 2012 contra una escuela judía de Toulouse, en el que murieron un profesor y tres niños. O el atentado cometido contra el Museo Judío de Bruselas, en el que cuatro personas fueron asesinadas.
No fue noticia.
Hacemos cosas curiosas, los seres humanos. Fabricamos olvidos con la misma eficacia con la que aprendemos. Vivimos en una lucha constante contra nuestros sesgos, contra nuestros olvidos voluntarios. Pero al menos lo sabemos.
Puede que enero de 2015 sea recordado como el año en el que diez colaboradores y amigos de Charlie Hebdo fueron asesinados. Pero probablemente dentro de un tiempo nadie se acordará de Ahmed Merabet y Franck Brisolaro, los policías que también fueron asesinados en el atentado. Y desde luego nadie se acordará de las cuatro víctimas del supermercado kosher, igual que nadie se acuerda de las víctimas de la escuela judía de 2012 o del Museo Judío de 2014. Para recordar esas cosas, habría que haberlas aprendido antes.
Enero, en fin, es también el mes en el que se manifiesta con mayor crudeza esta lucha constante por la memoria. Enero es el mes en el que se conmemora el episodio más vergonzoso en la historia reciente de la vieja Europa: el Holocausto. La Shoá. Y es muy difícil poner en palabras en qué consistió. Es muy fácil perderse en condenas vacías, en metáforas imprecisas y en imágenes emotivas. Alcanzar a comprender el gran Horror del S. XX es una tarea que lleva tiempo. Pero de eso se trata, precisamente. De comprender. No de caer en lamentos y desprecios, en condenas emotivas e irrelevantes. Se trata de enfrentarse a la gelidez del hecho, sin más abrigo que la razón. En palabras de Spinoza: […] humanas actiones non ridere, non lugere, neque detestari, sed intelligere. O lo que es lo mismo, de nada sirven la burla, el lamento o el desprecio en lo que concierne a las acciones humanas. De nada sirven las condenas estériles.
27 de enero: Día Internacional de Conmemoración del Holocausto. No podemos deshacer el Horror. No podemos ni siquiera describirlo. Lo único que podemos hacer es recordarlo.