“Hay un difunto, pero la gran víctima es el chico.” Estas palabras las pronunciaba Irene Rigau, consejera de Educación del gobierno autonómico de Cataluña, dos días después de que un alumno del instituto Joan Fuster asesinase a un profesor e hiriese a otras tres personas en el centro.
El profesor es un personaje secundario en este microrrelato, y el chico es la víctima. “Chico”, por un lado. Casi echo en falta un “pobre” que prepare ese sustantivo tan bien elegido. Viaje a Dickens y Chaplin sin escalas. Por el otro, “difunto”. Lenguaje forense, aséptico. El difunto, simplemente, está. Es algo dado. Como alguien con quien te encuentras en una boda y no sabes muy bien por parte de quién viene, ni qué hace ahí. Los difuntos son ajenos a la cadena de causalidades que afecta al resto del mundo. Se deja constancia de su existencia especial, como fenómeno singular. Hay un difunto. Está, aparece. Y punto.
La única relación entre víctima y difunto está en el no-estar. La víctima no estaba realmente cuando ella –la víctima- asesinó al difunto. Un brote psicótico la suplantó por unos instantes y después volvió a su ser. Por si esto fuera poco, se trataba de un menor, que es otra manera de no-ser.
No podemos decir que las palabras de Irene Rigau, consejera de Educación, sorprendan. También el piloto que estrelló el avión de Germanwings era una víctima. No se sabe muy bien si de una enfermedad mental o de la sociedad capitalista. En unos casos es el entorno, la sociedad, la educación recibida lo que convierte al asesino en víctima y a la víctima en difunto. En otros, la biología. Y puede que sea así. Pero convendría tener cuidado con estas cosas, porque las carga el Diablo. No vaya a ser que la coherencia se nos vaya de las manos y comencemos a fijarnos en la infancia de un hombre que asesina a su mujer, o en los factores biológicos presentes en un grupo de neonazis que apalean a un inmigrante. No vaya a ser que nos encontremos, de repente, sin culpables. Un mundo poblado de difuntos y víctimas, y nadie a quien señalar.