Lo primero que oyó una buena parte de los asistentes al acto de ayer en Alsasua fue «españoles hijos de puta». Lo dije ayer, me repito, pero es que aún resuena. Y resuena entre otras razones por el eco, que necesita cierto vacío.
Resuena porque fue considerado sólo un insulto más, o una muestra más del justo enfado del pueblo, si nos situamos al otro lado del espectro moral.
Y resuena porque basta con cambiar «españoles» por «rumanos» o «moros» para comprobar que en este caso, y sólo en este caso, no se comprueba lo que hay en el lado del grito. Si un domingo cualquiera un grupo de personas, unidas por unos vínculos políticos concretos, se descolgara con un «rumanos hijos de puta» o un «moros hijos de puta» ya tendríamos los calificativos preparados. Ya tendríamos, y esto es importante, la barrera moral levantada, y ya estaríamos del lado de quienes reciben el insulto. O, al menos, no estaríamos al lado de quienes los profieren.
Pero ayer un grupo de vecinos de Alsasua, entendiendo Alsasua como Euskal Herria, se organizó para recibir a personas que habían decidido mostrar su apoyo a quienes sufren el odio diariamente en ese pueblo, entendiendo ese pueblo como Euskal Herria, con estiércol, silbidos, insultos y el «españoles hijos de puta» del inicio.
El foco se había puesto ya días antes en los que fueron recibidos con esos insultos. Eran ellos el objeto de la crítica, y no los que se habían organizado para tomar ilegítimamente el control de la frontera. Hoy, después del recibimiento, después de que el acto consistiera en los discursos de Beatriz Sánchez, de Fernando Savater y de Albert Rivera, siguen poniendo el foco en los insultados. Como dicen quienes sitúan el foco en ese punto, hoy ya no están en Alsasua quienes se presentaron ayer en el pueblo. Los vecinos que sufren el odio diariamente, o que se esconden y se niegan para no tener que sufrirlo, se quedan allí, solos. Pero sólo se ha hablado de ellos, que eran el objeto del acto, para intentar ensuciar el acto. Una vez usado el argumento se ha seguido con que el motivo del acto era aumentar la crispación y avivar el odio.
El odio, ese odio, no necesita visitantes para ser alimentado. Ese odio es parte de la naturaleza de quienes se entregan a él. Ese odio no se enseña, desgraciadamente. Si fuera así, podría desenseñarse, o evitarse en primer lugar. Ese odio pertenece al carácter de quien lo canaliza, aunque requiera también de un entorno. Ese odio es un impulso enraizado en la naturaleza de muchas personas. De quienes gritaban ayer «españoles hijos de puta», pero también de quienes gritan «moros (o rumanos, o gitanos) hijos de puta». O «madridistas (culés, pericos) hijos de puta». Y también, claro, en quienes gritan «maricones hijos de puta».
No es bueno confundirse en esto. El odio es algo físico, previo a la bandera y a los colores con los que después se envuelve. Así que no es la ideología concreta de los vecinos que ayer se organizaron para insultar lo que los convierte en bárbaros, sino su incapacidad para gestionar el odio. Y esa incapacidad para gestionar el odio los inhabilita para el diálogo, y nos debería habilitar para levantar una barrera moral y dejarlos a ellos, no a los que sufren ese odio, al otro lado.
Esas personas, y las que gritan las otras cosas que se han mencionado, gritan mucho. E intentan que quienes prefieren hablar puedan hablar. Cuando esas personas viven en una ciudad como Madrid, o Valencia, o Bilbao, su influencia es limitada. Pero cuando viven en pueblos como Leiza, o Hernani, o Elorrio, o Alsasua, la cosa se complica. Se complica para quienes trabajan en la Guardia Civil, o son concejales de un partido que no simpatiza con ellos, o simplemente compran todos los días un periódico distinto al Gara o al Deia.
Estas personas pueden hablar libremente, votar a quien quieran y leer el periódico que prefieran. Pero saben a lo que se exponen. Porque el odio no se alimenta cuando una figura relevante acude a uno de esos pueblos. Lo que hace el odio cuando ocurre eso es mostrarse ante los medios de comunicación. Si no hay figuras políticas relevantes y medios para recogerlo, el odio sigue ahí, del mismo modo que el árbol cae aunque no haya nadie para verlo. Y quienes sufren ese odio son las pocas personas que deciden no someterse a él, ni como participantes ni como autosecuestrados. En pueblos como Leiza, o Hernani, o Elorrio, o Alsasua, lo cómodo es intentar pasar desapercibido. Porque los otros gritan mucho, y te puedes encontrar con que un día te gritan a ti por la calle, mientras paseas con tus hijos, o después de comprar el periódico. Y eso es algo bastante desagradable. Te puedes encontrar, además, con cosas aún más desagradables, porque los que gritan mucho suelen actuar en grupo y en los grupos se activan ciertos mecanismos, y porque suelen ser insistentes en sus muestras de odio. Así que lo cómodo y lo prudente es intentar no hacer ruido y esconder las señas que te identifican como objetivo.
Un pequeño paréntesis: cambiemos Leiza, Hernani, Elorrio y Alsasua por cualquier otro pueblo pequeño de España, cambiemos el insulto proferido y pensemos en una persona que tiene que soportar algo como «maricón» cuando pasea con su pareja, o cuando pasea solo.
Hecho el paréntesis volvamos al caso, pero mantengámoslo en la recámara por si el caso no es suficiente. El caso es que la convivencia en esos pueblos la marcan los que gritan. Si no gritan hay que decir que la convivencia es buena, y para que no griten basta con que quienes intentan llevar una vida normal, una vida que molesta a los que gritan, lleven su vida normal pero en casa, sin provocaciones. Ya sabemos quiénes son en el caso de Alsasua, pero miremos en la recámara, porque es posible que nosotros, que no odiamos, tengamos otro tipo de prejuicios, tal vez más refinados. Todas esas personas no hacen nada para alimentar el odio. Simplemente, intentan vivir con normalidad. Pero esa normalidad es vista como ofensiva por quienes gritan mucho, y como gritan mucho condenan a esas personas a una normalidad de sustitución, en la que tienen que asumir que la condición para esa normalidad mermada es que no vivan con auténtica normalidad.
A esto lo podemos llamar convivencia.
Y claro, esta convivencia se rompe cuando quienes viven bajo ese yugo dicen basta ya, o cuando los medios aparecen y comienzan a contar qué es lo que se esconde bajo eso que solemos llamar «convivencia». Y los que gritan comienzan a gritar más, y a lanzar cosas, y a ensuciar el pueblo, porque ven su territorio moral en peligro. No es que los medios recojan el despertar del odio, no es que las visitas despierten el odio. El odio lo llevan dentro. Y ese odio no se vence con libros, ni con diálogo, ni con cesiones. La batalla contra ese odio es siempre individual, y no depende de la razón sino de las pasiones. Así que no podemos pretender derrotarlo -el de los demás-, porque no es nuestra tarea. Lo que sí es nuestra tarea es defender a quienes sufren ese odio, o al menos intentar mirar bajo al alfombra de la convivencia. Por respeto a quienes lo sufren y también por respeto a nosotros mismos, si nos consideramos ciudadanos.
Pero hay personas que se empeñan en levantar la barrera moral no en función de los actos sino de las ideas, fingidas o reales. Los actos de ayer dividieron a los participantes en bárbaros y ciudadanos, en unos que insultaban y otros que intentaban hablar. Podríamos entrar también en las ideas, y podríamos entrar incluso en el ethos. De un lado estaban los que defienden a los agresores de Alsasua e incluso, al parecer, Josu Zabarte, alguien que no necesita presentación. Del otro, Beatriz Sánchez, que sufrió con cinco años el atentado de la casa cuartel de Zaragoza, y Fernando Savater, alguien que tampoco necesita presentación. También Albert Rivera, que cerró el acto, y también Ortega Lara, que asistió sin discurso.
A todos ellos se refirió el PSOE, de la mano del portavoz Ander Gil, como aquéllos que nunca tuvieron que mirar bajo su coche y aquéllos que no tuvieron que despedir a un compañero en un funeral. Se lo decía a Albert Rivera, pero también a Savater y a la hija de un guardia civil y a Ortega Lara. También dijo que fueron a Alsasua a avivar el odio y no a fomentar la convivencia. Hoy ha dicho algo parecido el ministro de Interior, Fernando Grande-Marlaska, y hace días dijo algo parecido Sortu en un comunicado.
Lo dije ayer, me repito, pero es que sigue resonando. En parte por la sensación de eco, por lo poco que parecen impactar actitudes como las de Ander Gil y del PSOE en ocasiones en las que la barrera moral debería situarse firmemente y sin vacilaciones frente a los bárbaros.