Lotófagos, II

Creo recordar que el primer artículo que escribí para The Objective fue ‘Lotófagos’, aunque es posible que me falle la memoria. Era marzo de 2016, unos días después del aniversario de los atentados del 11 de marzo en Madrid, y el tono de la reflexión era, como de costumbre, pesimista. Había y hay razones para ello. En España llevamos años viendo cómo los principales responsables políticos han colocado la destrucción de la memoria en los primeros puestos de su lista de prioridades. Lo vemos en la educación, sin duda. “El Gobierno planea un vuelco para que el aprendizaje en la escuela sea menos memorístico”, leíamos hace dos días en El País. Según el periódico, que dice haber tenido acceso a los documentos que maneja el Gobierno, esta reforma pretende sustituir “el sistema enciclopédico, consistente en largos listados de hechos y conceptos, que los alumnos debían poder repetir, implantado tras la ley Wert, por otro en el que los alumnos aprendan a aplicar los conocimientos”. Más allá de lo que pretenda y de lo que consiga la reforma, lo relevante es fijarse en las palabras con las que habitualmente se envuelve el asunto. Se pretende que los alumnos aprendan a aplicar los conocimientos, y al mismo tiempo se presenta el conocimiento, la adquisición y la comprensión de datos y conceptos, como algo arcaico, inútil o despreciable. Cabría preguntarse, por tanto, qué es lo que tiene de positivo, de real, una reforma que pretende aplicar algo que previamente quiere degradar. Y cabría preguntarse también cuánta verdad hay en las premisas de las que parte la reforma. ¿No se enseña ya, no se ha enseñado siempre a “aplicar los conocimientos”? ¿Cómo se puede aprender Historia, Lengua o Filosofía, cómo se puede comprender un contexto, un texto o un concepto sin aplicar y relacionar conocimientos? ¿Dónde han visto los apóstoles del ministerio esas aulas en las que se prohíbe la aplicación del conocimiento?

Este discurso vaporoso y degradante no se da sólo en los debates técnicos del ministerio. Ayer la ministra de Educación, Isabel Celaá, escupió a un diputado del PP una serie de palabras en un intercambio dialéctico sobre la educación especial. “Señor Matarí, ¿de dónde viene usted? ¡De qué lejos viene usted! Usted no tiene ningún contacto ni con el mundo educativo, ni con los padres, ni con los hijos, ni con los profesores. Usted no sé de qué habla”. El señor Matarí, diputado del Partido Popular, acababa de contar que es padre de una hija con síndrome de Down que estudió en un centro de educación especial. Gracias a ello pudo estudiar un grado en la universidad, también adaptado a sus necesidades, y hoy trabaja y está integrada en el ámbito laboral y social. Menos de dos minutos después la ministra de Educación comenzó su respuesta con el mencionado “Señor Matarí, de dónde viene usted”, y esto produjo risas en el Congreso. La ministra Celaá comenzaba su intervención preguntando “de dónde viene” a alguien que acababa de explicar de dónde venía. “Usted no tiene ningún contacto con el mundo educativo, ni con los padres, ni con los hijos, ni con los profesores”. Esto es lo que vino después de las risas, y se lo dijo a un padre que acababa de explicar el proceso educativo de su hija.

La ministra que le dice a un padre como Juan José Matarí que no tiene contacto con algo que por desgracia conoce a la perfección es la misma que inicia una reforma para “sustituir el conocimiento memorístico por la aplicación del conocimiento”. La ministra, sus técnicos y sus apóstoles, ella y los que presentan la reforma como lo más progresista y lo más innovador que se puede hacer en la educación, desconocen qué es lo que pasa en las aulas de España desde hace años. Desconocen que cualquiera que se dedique a la docencia espera -o debería esperar- de sus alumnos algo más que el volcado de datos y conceptos. Y desconocen también que la principal dificultad que tiene el docente para conducir a sus alumnos a algo más que el volcado acrítico de datos y conceptos, la razón por la que no siempre se consigue, es doble: por una parte, la raquítica comprensión lectora a la que se les condena desde las primeras etapas educativas; y por otra parte el desprecio al orden, al silencio y a la disciplina en el aula -condiciones necesarias para que pueda haber aprendizaje real- por ser valores del “antiguo régimen”, como si el cerebro humano pudiera explicarse desde la sociología y no desde la biología.
Por último, la ministra y sus técnicos deben de desconocer también que, además de estas dificultades comunes a las aulas de toda España, hay regiones en las que se añade una tercera dificultad: la obligatoriedad de aprender en una lengua que muchos o la mayoría de los alumnos no dominan. ¿Qué conocimientos esperan que apliquen los alumnos, por tanto, si se considera la memoria y la adquisición de conocimientos algo arcaico? ¿Qué conocimientos esperan que apliquen si consideran que las condiciones que permiten el aprendizaje son algo propio del antiguo régimen? ¿Y qué conocimientos esperan que apliquen los alumnos del País Vasco o de Cataluña que no dominan el euskera o el catalán, lenguas en las que les obligan a estudiar?

El debate sobre la “educación no memorística” no es más que una gran simulación compartida. Hablan y lanzan reformas fingiendo conocer lo que pasa en las aulas, y hablamos como si no supiéramos que la razón para este discurso no es su desconocimiento, sino su desinterés por la educación y por los alumnos. No desconocen lo que ocurre en las aulas españolas, sino que lo ignoran. Y esta simulación la llevan hasta lo más personal. Si la ministra Celaá responde con desprecio a Juan José Matarí, y si los compañeros de Celaá en el Congreso ríen tras sus palabras, no es porque se hayan olvidado de lo que acaba de contar el diputado, sino porque no les importa. Porque les da igual. Y porque saben que a la mayor parte de sus votantes y a buena parte de quienes se dedican a fiscalizar los discursos y los actos de los políticos también les dará igual tanto el fondo como la forma.
Éste es el terreno político y moral en el que se produce el debate sobre la educación en España. Algo que no sólo debería ocupar tribunas, editoriales y telediarios, sino que debería llevar a la dimisión de Isabel Celaá, incapaz de estar a la altura de su cargo, de la profesión docente y de las justas demandas de padres como Juan José Matarí.


Había comenzado este texto con la intención de hablar de un proyecto relacionado con la memoria que se presentó ayer en Bilbao, pero no sería justo mezclar algo así con esto otro. Queda para mañana el texto sobre la otra memoria, en la que sí hay avances y nobleza.

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