Resumen de un curso. (Una ficción necesaria)

physis

Hace casi un año me lamentaba por no poder dar clase, una vez más. Y menos de un mes después me encontraba trabajando en un colegio. Sólo Filosofía, sólo Bachillerato. Y lo que iba a ser una sustitución corta acabó durando todo un curso.

Cuando se acercaba el final, comencé a darle vueltas a la idea de hacer balance. Para qué había servido, qué había conseguido. Sabía, como sé ahora, que todo eso no son más que ejercicios de vanidad. Nunca se sabe para qué han servido las clases, o si han servido para algo. Tengo la sensación de que para mucho menos de lo que uno sospecha. La edad, el entorno, la época, lo que sea, les condiciona. Y creo que entre todos exageramos el impacto real de una clase. Exageramos incluso -o especialmente- la ejecución de esa clase. Cuántas veces me habré ido a casa sonriendo, con la idea de que muchos de los alumnos han estado cincuenta minutos implicados, sin saber que, en el fondo, hay un abismo entre lo que ellos perciben y lo que yo creo que perciben.

Por eso, también hacia el final, me acordé durante unos días de El guardián entre el centeno, de lo que Holden Caulfield decía que era lo único que quería hacer: vigilar el campo de centeno para que ningún niño cayese por el precipio. Y dejar que jugasen. Pero eso también era, una vez más, una construcción de la realidad. Construcción falsa, iba a decir, como si no fuera claro el pleonasmo.

No sé si este curso les habrá servido para algo. No sé, ni siquiera, si tiene que «servir» para algo. Porque no se trata de un «servir»pragmático. Cuando digo «servir para algo» siempre pienso en algo que va más allá de la utilidad que se le presume a la educación. Va incluso más allá de eso que aparece en la mayoría de los manuales de Bachillerato, el «fomento del pensamiento crítico». No se trata de eso. Tiene algo que ver con lo que dice Steiner (o más bien C. Ladjali) en Elogio de la transmisión. Y por eso es irreal. La educación es lo que, en el fondo, nunca se da. Y cuando se da, termina muy rápido. Es decir, no se da. Porque el efecto, sea el que sea, debe ser permanente. Y si no lo es, entonces se trata de otra cosa.

Pero ya me he extendido demasiado sobre algo que no sé expresar con precisión.

Voy a hacer un resumen de las cosas que hicimos en clase durante unos pocos meses. Y obviaré, lógicamente, aquello que «había que hacer», los mínimos. Por eso cuando hablo de este curso, y cuando hablo en general de dar clase, pienso siempre en 1º de Bachillerato. 2º es un curso horrible, siempre. Hay momentos interesantes, pero todas las clases están dirigidas a maximizar el resultado en un examen final. Un examen para el que no están preparados, claro.

1º es diferente. Puede que la clase no responda, y desde luego hay que dar unos temas concretos. Pero hay mucha flexibilidad a la hora de tratar esos temas. Seguramente sea porque no hay un examen final ante el cual responder. Y sería oportuno reflexionar sobre la idoneidad de ese examen final, en una asignatura como Filosofía. Si no puede evaluarse con un examen final, ¿para qué enseñar Filosofía? Y si puede evaluarse con un examen final, ¿para qué enseñar Filosofía? Sería oportuno reflexionar sobre ello, pero no lo voy a hacer ahora. Paso ya a mencionar algunas de las cosas que tratamos durante el curso.

1 – Hay que intentar empezar a lo grande, así que saqué de la chistera la columna Experimento. Tuvieron que leer el texto y escribir una reflexión personal. Palabras mágicas, estas últimas. El mecanismo definitivo contra el pensamiento crítico: pedir pensamiento crítico. Es decir, tópicos. Así que de 90 alumnos, sólo uno fue capaz de ver el enorme error de cálculo de A. Grandes. Y escribió la reflexión en casa, así que se perdió el control sobre el experimento. Varias semanas después aproveché una guardia inesperada en 4ºESO para volver a hacer la prueba. Y el resultado, con casi 30 alumnos, fue el mismo. 120 conclusiones precipitadas, a partir de un dato erróneo y fácilmente comprobable. Una experiencia necesaria.

2 – No recuerdo con seguridad cuál fue el siguiente momento digno de mención. La segunda evaluación se convirtió en un laboratorio de textos, propuestas y comentarios en torno al libre albedrío y la naturaleza humana. A lo largo de esos meses vimos los experimentos de Milgram y Stanford Prison, leímos algunos fragmentos de Spinoza y de Antonio Damasio, una entrevista a Susan Blackmore, otra a Susan Pinker, e intenté, con escaso éxito, explicar el significado del Holocausto. También publicamos una revista en papel, con el mismo éxito que lo anterior, que al menos sirvió para comprar cinco o seis libros para la biblioteca del colegio. Las reflexiones en torno a los problemas del libre albedrío generaron más de un dolor de cabeza. Una experiencia necesaria.

3 – Antes de eso, ya recuerdo, tuvimos el placer de escuchar en el colegio a un catedrático de la UPV. El tema de la charla era la relación entre ciencia y democracia, y estuvieron a la altura. También antes de la segunda evaluación vimos la diferencia entre causalidad y correlación. Creo que aprendieron en qué consistía, pero no puedo asegurar que fuera como consecuencia de las clases.

4 – Comentamos la entrevista al etarra Iñaki Rekarte. Conocieron el atentado de Salvatierra y el caso de Mikel Otegi. Vimos la escena del Padre Barry en La Ley del Silencio.

5 – Durante la tercera evaluación, que no conseguí hacer interesante, tratamos la política. Me sorprendió que reconocieran que sabían muy poco, y que pidieran información. Leímos algo de Platón, algo de Aristóteles, algo de Marx. Algunos tuvieron la suerte de ver por primera vez Casablanca, El hombre que mató a Liberty Valance, Matar a un ruiseñor o La ley del silencio. También Omagh. Otros leyeron (o releyeron) El señor de las moscas. Y yo tuve la suerte de leer no pocos trabajos muy buenos. Una experiencia gratificante.

6 – Hace un par de meses, cuando quise escribir esto, la lista de momentos destacables me parecía enorme. Pero me engañaba entonces como me engaño ahora. En eso consiste, en parte, ser profesor. En engañarse a uno mismo para evitar engañarles a ellos. Engañarse a uno mismo es pensar que algo permanece, después de todo, que las clases y los textos sirven realmente para algo, que son necesarias. Engañarles a ellos es ofrecerles un sucedáneo, no implicarse, abrir el libro por la página 167, no dejarles claro que la Filosofía, si es algo, es destructiva. Incluso hacia sí misma.

Fue una gran ficción, tal vez necesaria. ¿Pero necesaria para quién? Por cada éxito incierto hubo varios fracasos constatados. El texto de Albiac que enlazo y copio fue el último que coloqué en el tablón de clase. En las tres de 1º o en las seis de Bachillerato, no lo recuerdo. Lo que sí recuerdo es que se convirtió en un reflejo perfecto, físico, de lo que contenía. Papel arrugado que acabaría, seguramente, en la caja de reciclar.

Nuestras bibliotecas (nuestras clases, nuestros apuntes) serán nada: triturado papel que reciclar en pasta.

Pero ya sabemos cómo hay que imaginar a Sísifo, según Camus.

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Editorial de Physis

Éste es el editorial con el que abría el primer número de Physis, la revista de Filosofía que estamos haciendo en Bachillerato, y de la que probablemente hablaré en otro momento.

Enero de 2015 será recordado por el atentado contra Charlie Hebdo, el semanario francés que había publicado varias caricaturas en las que se representaba a Mahoma. Al Qaeda declaró a la revista objetivo de su particular guerra santa por el hecho de haber ofendido al Islam. Lo que se consideraba ofensivo no era sólo la representación satírica del profeta, sino su mera representación gráfica. La llamada “crisis de las caricaturas” comenzó en 2005, cuando el periódico danés Jyllands-Posten publicó una serie de caricaturas para ilustrar un artículo sobre la libertad de expresión y la autocensura. El artículo se escribió precisamente por los problemas que habían surgido en Dinamarca cuando un autor de libros infantiles decidió publicar un libro sobre la vida del profeta Mahoma. Nadie se atrevía a ilustrarlo por las amenazas de grupos islamistas radicales. Las caricaturas marcaron el inicio de la polémica, que derivó en una serie de protestas violentas en diversos países del ámbito musulmán, en los que se atacaron consulados, embajadas y bases militares occidentales. Las protestas se extendieron a toda Europa, y diversos medios decidieron publicar más viñetas como muestra de apoyo al periódico danés y como reivindicación de la libertad de expresión. Entre esos medios estaba Charlie Hebdo.

Hay que decir que Charlie Hebdo no era una revista islamófoba. No se dedicaba a ridiculizar el Islam. Se dedicaba a ridiculizar todo. O todo lo que les apetecía ridiculizar. El cristianismo, el judaísmo, y por supuesto, la política francesa. Charlie Hebdo se había ido labrando una justa fama de irreverente, nunca de islamófoba. La publicación de esas caricaturas no era por lo tanto una crítica satírica al Islam. No eran, de hecho, una crítica. Eran simplemente una burla. A algunos les parecían graciosas, a otros no les gustaban, y a otros les parecían ofensivas. Pero en eso consiste la libertad de expresión. Charlie Hebdo era una revista satírica. Y no sabemos si seguirá siéndolo. Antes del atentado, el semanario tenía una tirada de 60.000 ejemplares. Tras el ataque, mientras todo el mundo decía ser Charlie, los supervivientes prepararon un nuevo número. La tirada fue de tres millones, que no tardaron en agotarse. Pero a pesar de esos tres millones, no tenemos la certeza de que la revista vaya a seguir publicándose. Entre otras razones, porque si bien es cierto que somos muy rápidos a la hora de mostrar nuestra solidaridad con las causas mediáticamente relevantes, no es menos cierto que somos aún más rápidos olvidando esas causas. El cubo de agua contra la ELA tuvo su momento, igual que el “Bring back our girls” dirigido, con una alta dosis de ingenuidad o infantilismo, al grupo terrorista Boko Haram. Pero el cubo de agua podría considerarse un fracaso, y Boko Haram asesinaba a 2.000 personas mientras los últimos hashtags de apoyo a Charlie Hebdo iban recogiendo sus cosas y se disponían a irse a casa. Cabe preguntarse si el desafío del cubo de agua realmente era una manera de apoyar la lucha contra la ELA, y si los mensajes contra Boko Haram iban realmente dirigidos a Boko Haram.

Pero pasaron más cosas esos días. Mientras el “Yo soy Charlie” triunfaba en los medios y en las redes sociales, cuatro personas eran asesinadas en un supermercado. Ese mercado estaba en París, como la sede de Charlie Hebdo. Pero era un mercado kosher. Es decir, judío. Igual que las cuatro personas asesinadas. El episodio fue noticia en cuanto espectáculo. Algunos vimos las imágenes del asalto al local, en el que los policías abatieron al terrorista cuando se dirigía a la salida. Eso fue todo. Nadie, o muy pocos, señalaron que no fue la casualidad lo que llevó a Amedy Coulibaly a encerrarse precisamente en una tienda judía. Y desde luego nadie, o muy pocos, recordaron el atentado cometido en 2012 contra una escuela judía de Toulouse, en el que murieron un profesor y tres niños. O el atentado cometido contra el Museo Judío de Bruselas, en el que cuatro personas fueron asesinadas.

No fue noticia.

Hacemos cosas curiosas, los seres humanos. Fabricamos olvidos con la misma eficacia con la que aprendemos. Vivimos en una lucha constante contra nuestros sesgos, contra nuestros olvidos voluntarios. Pero al menos lo sabemos.

Puede que enero de 2015 sea recordado como el año en el que diez colaboradores y amigos de Charlie Hebdo fueron asesinados. Pero probablemente dentro de un tiempo nadie se acordará de Ahmed Merabet y Franck Brisolaro, los policías que también fueron asesinados en el atentado. Y desde luego nadie se acordará de las cuatro víctimas del supermercado kosher, igual que nadie se acuerda de las víctimas de la escuela judía de 2012 o del Museo Judío de 2014. Para recordar esas cosas, habría que haberlas aprendido antes.

Enero, en fin, es también el mes en el que se manifiesta con mayor crudeza esta lucha constante por la memoria. Enero es el mes en el que se conmemora el episodio más vergonzoso en la historia reciente de la vieja Europa: el Holocausto. La Shoá. Y es muy difícil poner en palabras en qué consistió. Es muy fácil perderse en condenas vacías, en metáforas imprecisas y en imágenes emotivas. Alcanzar a comprender el gran Horror del S. XX es una tarea que lleva tiempo. Pero de eso se trata, precisamente. De comprender. No de caer en lamentos y desprecios, en condenas emotivas e irrelevantes. Se trata de enfrentarse a la gelidez del hecho, sin más abrigo que la razón. En palabras de Spinoza: […] humanas actiones non ridere, non lugere, neque detestari, sed intelligere. O lo que es lo mismo, de nada sirven la burla, el lamento o el desprecio en lo que concierne a las acciones humanas. De nada sirven las condenas estériles.

 27 de enero: Día Internacional de Conmemoración del Holocausto. No podemos deshacer el Horror. No podemos ni siquiera describirlo. Lo único que podemos hacer es recordarlo.