Hace unos años me llamaron para trabajar en un colegio de Barakaldo. El primer día me avisaron de que el alumno X faltaría varias semanas, porque el día anterior le habían roto la mandíbula a la puerta del colegio.
Ese año fui tutor de una clase de 4º de ESO. En esa clase había un alumno que había llegado el curso anterior, si no recuerdo mal, al centro. El colegio se esforzaba en ser laxo con la disciplina, y los primeros días ya hubo lo que se suele interpretar como comentarios graciosos. Esos comentarios son molestos cuando son multidireccionales; cuando se dirigen siempre a un mismo alumno, y cuando ese alumno ni siquiera es capaz de responder, se trata de otra cosa. Ese alumno era el más alto de la clase, y un día me lo encontré llorando, solo, en una esquina de una de las salas de visitas del colegio. La persona que se encargaba de él me contó, llorando, que no podía más, y que iba a denunciar al colegio. Varias personas del colegio me habían dicho repetidamente que no era para tanto, y que él también tenía sus cosas. Cuando faltaban pocos días para que terminase la sustitución el chaval explotó, y se enganchó en un pasillo con otro chaval que, afortunadamente, también era alto y corpulento. Le llamaron de dirección, y yo me quedé con la clase. Los alumnos insistían en que no era para tanto, y en que exageraba.
Años después me encontré con ese mismo alumno. Me contó, si no recuerdo mal, que había cambiado de centro. Me lo encontré en un examen para obtener el título de euskera, y me pareció que estaba contento.
Años después me llamaron para trabajar en un colegio de Portugalete, otra sustitución. Volví a ser tutor, esta vez en 3º de ESO. En la clase había una alumna que había tenido que salir de su país. Su situación familiar allí, por lo que pude saber, era insostenible. Una mujer de Portugalete la adoptó, y la matriculó en ese centro. La alumna tenía las dificultades que se pueden esperar de alguien que acaba de aprender un idioma. Siempre quería leer los textos, y corregir en voz alta los deberes. Y cuando lo hacía siempre aparecían las risas de no pocas de sus compañeras de clase. Esas mismas compañeras y algún que otro compañero jugaban a despreciarla, dentro y fuera del colegio. Me reuní con su madre dos o tres veces. No entendía por qué se portaban así con su hija, y tampoco entendía que el colegio no tomase medidas. Con medidas no se refería a cuestiones administrativas, sino a una simple charla, algo que mostrase la implicación del centro.
Meses después la alumna me contó que finalmente la habían llevado a otro colegio, y que estaba mucho mejor.
Me he acordado de esto después de ver un anuncio. Un anuncio sobre el que se había generado la polémica de siempre, y que no iba a ver, hasta que ayer leí un tweet que cuestionaba la polémica.
La polémica cargaba contra la compañía porque repetía el mensaje de la masculinidad tóxica, y porque criminalizaba a los hombres. He visto el anuncio varias veces, y sí, al principio aparece la expresión “toxic masculinity”, en una especie de recopilación de expresiones que se escuchan en los medios. Pasar de eso a decir que es una campaña contra los hombres exige unos niveles muy altos de imaginación o de fanatismo.
Es un anuncio. Eso es lo primero que hay que tener en cuenta. Y su objetivo, por tanto, es aumentar las ventas del producto. El anuncio puede ayudar a conseguir ese objetivo, o puede ser contraproducente. El anuncio, por definición, no se limita a presentar las cualidades de un producto. El anuncio intenta conectar con los valores de los clientes potenciales, intenta conseguir una identificación o tocar una aspiración. Este anuncio en concreto puede pecar de mesianismo cuando dice “but something finally changed, and there will be no going back”. Esto es mentira. Nada ha cambiado. De hecho, el mensaje del anuncio es muy viejo. Y esto es lo que me interesa.
El mensaje del anuncio es muy viejo. Di lo que hay que decir, haz lo que debe hacerse. Podríamos replicar, tirando de posmodernidad, que “right” es sólo una manera de justificar nuestros propios valores, en conflicto con los de los demás. Pero creo que a pesar de la literatura -o gracias a ella-, sabemos que sí existe lo correcto, y sabemos identificarlo. Sabemos distinguir entre lo incómodo y lo inaceptable. Y sabemos qué es lo que tenemos que hacer ante lo inaceptable. Especialmente cuando lo inaceptable se normaliza.
El mensaje es tan viejo que se puede encontrar en numerosas obras de ficción. Es el mensaje de Atticus Finch, y también el del Capitán América, la encarnación por excelencia de los viejos ideales, tan viejos que lo colocan «fuera del tiempo», como se recuerda habitualmente en los comics. Es un mensaje que apela a actuar contra lo inaceptable, y a no poner excusas para justificar nuestro consentimiento.
El anuncio es ficción, claro, y tiene un interés comercial. Pero creo que lanza un mensaje necesario. Decir lo que hay que decir, actuar como se debe actuar. Hacerlo porque es lo correcto, pero también porque es la única manera de que los que vienen puedan seguir distinguiendo entre lo tolerable, lo incómodo y lo inaceptable.