«El euskera es la lengua de aprendizaje y repercute directamente en el logro de todas las competencias».

 

Durante el repaso diario a la prensa me encuentro con esta noticia que publica El Correo.

 


En la noticia destaca una frase:

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«El euskera es la lengua de aprendizaje y repercute directamente en el logro de todas las competencias«.

La noticia cuenta que el Departamento de Educación del Gobierno vasco ve con preocupación los efectos que el confinamiento habrá producido en los alumnos vascos; los efectos en su aprendizaje del euskera. Los “alumnos de entornos castellanoparlantes”, bastante más de la mitad de todos los alumnos vascos, sólo emplean el euskera, la “lengua propia” de los vascos, como se suele decir, en los centros. Ésta viene a ser la primera premisa. La segunda es la que se recoge en el titular. El euskera, al ser la lengua vehicular en la educación, repercute directamente en el rendimiento académico de los alumnos.

Sólo con estas dos premisas debería producirse una reflexión profunda en quienes se dedican a analizar las características de nuestros sistemas educativos, y también en quienes se dedican a declarar su preocupación por casi cualquier cuestión que afecte al aprendizaje de los alumnos. El ruido, el calor en el aula, los horarios, la dificultad de los exámenes, los turnos, el número de alumnos por aula, la extensión del curriculum, la metodología, las evaluaciones. El número de cuestiones que afectan a los alumnos, y a las que se dedican numerosas tribunas y estudios, es enorme.
Pero nunca, nunca, nunca aparece la frase de Cristina Uriarte, consejera de Educación del Gobierno vasco. Nunca se preguntan cuáles son las consecuencias para los alumnos de entornos castellanoparlantes de tener que estudiar en una lengua, el euskera, que sólo emplean en los centros educativos.

Y como nunca se lo preguntan, la conclusión de esas dos premisas es la siguiente: el Gobierno vasco, mediante su Departamento de Educación, transmite a los centros la necesidad de que el próximo curso la prioridad sea reforzar el euskera en los alumnos de entornos castellanoparlantes. Porque “el euskera es la lengua de aprendizaje y repercute directamente en el logro de todas las competencias”.
Y como nunca se preguntan lo que no les conviene preguntarse, la pregunta que tendrían que hacerse queda en los márgenes, en las afueras: Si el euskera repercute directamente en el logro de todas las competencias y sólo un porcentaje muy pequeño de los alumnos domina el euskera, ¿qué efectos está teniendo en los alumnos de entornos castellanoparlantes el hecho de tener que aprender en euskera?

Ésta era la pregunta que no se hacía antes de que los alumnos hubieran tenido que pasar al menos seis meses sin ir a la escuela. La pregunta que habría que hacerse ahora es: Si el euskera ya afectaba al logro de todas las competencias, y si además los alumnos van a estar al menos seis meses sin ir a clase, ¿por qué la prioridad del Gobierno vasco, a través de su Departamento de Educación, es reforzar no las competencias que no se han adquirido sino el euskera?
Caben muchas preguntas más. Aquí haré otras dos.

La primera tiene varias ramificaciones. Si el euskera repercute directamente en el logro de todas las competencias, y la mayor parte de los alumnos vascos se ve obligada a estudiar en euskera, ¿en qué situación deja esto a los alumnos de entornos castellanoparlantes respecto a los de entornos vascoparlantes? ¿Cómo afecta a sus posibilidades de acceder a la carrera que elijan? ¿Cuántas alumnas de entornos castellanoparlantes, a ver si poniéndolo así, no conseguirán acceder a una carrera STEM por el hecho de que el euskera es la lengua de aprendizaje y repercute directamente en el logro de todas las competencias, y por lo tanto también en las notas? 

Y la segunda: ¿Qué hacen los pedagogos, los expertos en educación, los periodistas especializados, los sindicatos, las asociaciones de estudiantes, las asociaciones de padres, los profesores activistas, en fin, qué hacemos todos nosotros mientras ocurre esto? ¿Qué es lo que decimos cuando el Gobierno vasco, o sea, el PNV y el Partido Socialista de Euskadi, reconoce abiertamente que su sistema educativo y su política lingüística suponen un coste enorme para la mayor parte de los alumnos del País Vasco?

Hacemos lo de siempre, lo habitual en esta tierra. Callar, acelerar el paso y mirar al suelo.

Fascistas y antifascistas

 

¿Son fascistas los que llevan años acosando sistemáticamente a al menos tres partidos políticos y a muchísimas personas en el País Vasco, o son antifascistas?
Pues las dos cosas.
Antes de seguir, me adelanto a las pegas. Es incorrecto llamar “fascistas” a los que ayer lanzaron piedras a los asistentes a un mitin en plena campaña electoral en el País Vasco, porque no tienen mucho que ver con lo que histórica y políticamente significa “fascismo”. De acuerdo. Pero esto es un blog, no TVE, en la que se ha dicho en los últimos meses que el coronavirus no existía o que iba a ser solamente una gripe. Así que me voy a permitir esa licencia, y voy a intentar explicar por qué.

¿Por qué los que ayer lanzaron en Sestao piedras y otros objetos son fascistas? Pues por eso mismo, porque lanzaron piedras y otros objetos. Porque dijeron públicamente que iban a impedir un acto de campaña de Vox, porque pintaron dianas en el lugar del acto, porque acompañaron con gritos y amenazas a los asistentes. Porque no es la primera vez que lo hacen, ni son los primeros a los que se lo hacen. Porque los que ayer lanzaron piedras y otros objetos entienden que lanzar piedras y objetos, acosar y amenazar, intentar expulsar del espacio público a otros partidos, también durante una campaña electoral, es una manera legítima de hacer política. Porque los que ayer lanzaron piedras y otros objetos son los que siguen pensando que secuestrar a José Antonio Ortega Lara, pegar un tiro en la nuca a Gregorio Ordóñez o activar una bomba al paso de Manuel Zamarreño era una forma legítima de hacer política. Porque además de las piedras, los insultos y las amenazas en los actos de campaña también cometen actos de baja intensidad de manera sistemática contra miembros de al menos tres partidos políticos. Porque entienden que es legítimo acosar e insultar a una concejal del PP en Galdácano antes y durante un pleno del Ayuntamiento, igual que era legítimo mandar una carta a los vecinos de otro concejal del PP en Galdácano para explicarles que quien vivía allí era un “engendro de Franco”, para invitarlos a echar del vecindario a esa persona, y para avisarles de que ellos eran “agentes externos al conflicto de Euskal Herria”, y que “no quisiéramos que sufriesen ningún daño ya que este personaje es objeto directo de nuestras acciones”, jotaké.

Son fascistas porque lo esencial del fascismo no es la letra del himno ni el color de la camisa, la estética, sino una manera particular de entender la política. Y porque lo esencial en nuestra manera de entender la política no es cómo fijar los impuestos, sino cómo tratamos a quienes tienen ideas distintas respecto a los impuestos, la educación o la inmigración. Y en el caso de quienes ayer lanzaron piedras en un acto político, lo esencial no son sus consignas sino sus piedras. Y lo esencial es que siguen haciendo lo que hacen porque funciona.

Funciona en primer lugar desde un punto de vista estratégico. No querían a Gregorio Ordóñez en San Sebastián, y lo consiguieron. No querían a Manuel Zamarreño en Rentería, y lo consiguieron. No querían a Ricardo Gutiérrez en Galdácano, y lo consiguieron. No han querido a muchísimos ciudadanos desconocidos que quisieron hacer política con normalidad, y lo han ido consiguiendo, aunque no nos hayamos enterado.
No quieren que la derecha, o el centro derecha, los “constitucionalistas” o los no nacionalistas tengan representación en el País Vasco, y en parte lo están consiguiendo.
Y lo están consiguiendo, funciona, en segundo lugar, porque la reacción mayoritaria a cada uno de estos actos consiste en hablar de “incidentes”, en insinuar que esos actos eran una provocación y en omitir la evidente anomalía democrática que supone hacer campaña electoral en esas condiciones. Funciona porque ni siquiera cuando impactan con una piedra en la cara de una diputada del Congreso se activan las “alertas antifascistas” que sólo comenzaron a sonar cuando quienes ayer fueron recibidos con piedras e insultos llenaron Vistalegre.

Y funciona porque quienes consideran legítimo amenazar y agredir a las minorías políticas en el País Vasco, quienes amenazan y agreden, son llamados “antifascistas” en la prensa y en las conversaciones.
Y me parece bien. O mejor dicho, me parece inútil lamentarse por ello. ¿Son antifascistas? De acuerdo, son antifascistas. 

Ahora bien, seamos coherentes. Asumamos de una vez que, en España, el antifascismo es esencialmente fascista.

¿Guerra cultural?

Confieso que no he leído ningún paper reciente sobre la guerra cultural, así que en principio esto debería darme algo de autoridad en la materia.
Como no he leído ningún paper, no sé cuáles son las definiciones más aceptadas de “guerra cultural”. Lo que sí sé es que es algo que se suele mencionar desde la derecha y el centro-derecha para referirse a lo que antes simplemente era “hacer política”.

De la guerra cultural se empieza a hablar, de hecho, cuando todo lo que no es izquierda nacionalista pretende reaccionar a años de políticas de izquierda nacionalista. La izquierda nacionalista, la única izquierda que en España tiene peso político, se ha dedicado durante décadas a lo que se esperaba de ella. Y hoy se pueden ver sus frutos en Cataluña y el País Vasco, pero también en Navarra y en Baleares, donde los brotes verdes destacan casi más que los frutos ya maduros de las dos primeras regiones. Siempre es un espectáculo contemplar el nacimiento de una nación; en este caso asistimos al nacimiento de dos, tres, cuatro naciones. Probablemente en unos años estarán a punto de organizarse en una confederación.
A lo que no se presta tanta atención, en cambio, es a la muerte. La muerte tiene algo, un no sé qué, que ahuyenta a los espectadores. Al menos en política. Pero para que puedan nacer dos, tres, cuatro naciones en España, tiene que haber algo que desaparezca. Ese algo es, por llamarlo de algún modo, la “nación nacional”. Porque si decimos la nación española corremos el riesgo de que los nacionalistas nos llamen nacionalistas. Resumen más aséptico: digamos España. Seamos aún más comedidos, asumiendo el riesgo de que nos llamen moderados o incluso separatistas: digamos Estado. Porque en este caso, y no en los titulares del Deia, sí procede. Para que puedan nacer dos, tres o cuatro naciones en diferentes regiones de España, tiene que retirarse el Estado, que es lo que mantiene lo común. Tiene que arraigar el mensaje de que lo común es ajeno. Sólo así pueden aceptarse discursos políticos que hablan de “lengua propia” en lugar de “lengua común”. Sólo con la desaparición del Estado es posible aceptar que la educación no debe ser un fin en sí mismo al que todos los alumnos han de dirigirse en igualdad de condiciones. Sólo con la desaparición del Estado es posible aceptar que mientras unos alumnos son conducidos hacia la educación, otros tienen que ser conducidos hasta Pamplona. Y eso cuando existen pamplonas a las que dirigirse.

Bueno, pues a esto mismo, a hablar de las construcciones nacionales en varias regiones de España, de las consecuencias para la ciudadanía común, de las mentiras y de las verdades omitidas en esas construcciones nacionales, hoy se le llama “guerra cultural”.
Lo curioso es que cuando el PSC en Cataluña, el PSOE de Baleares, el PSN o el PSE comenzaron a deshacer la nación española en esas cuatro regiones, nadie hablaba de “guerra cultural” por su parte. Porque lo que hacían era política. Legítimamente, además. E igual de legítimamente se debería hablar de política cuando hablamos de deshacer todos esos entramados nacionalistas que han ido germinando durante los últimos años y que comienzan a dar nuevos brotes en nuevas regiones.

Hablar de “guerra cultural” cuando se defiende desde la política algo tan normalito como la racionalidad, o cuando se rechazan los mensajes esencialistas de los nacionalismos; cuando se defiende el pragmatismo y el interés de los alumnos en la educación; cuando, en fin, se intenta elaborar un discurso propio frente a la política de un Gobierno formado por el PSOE actual y el Podemos de siempre, encarnados en Patxi López y Enrique Santiago, supone reconocer la incapacidad de hacer política en igualdad de condiciones.

Hablar de guerra cultural, eso sí, es terreno abonado para la épica. Todos podemos ser soldados en las guerras culturales, con la importante ventaja de que estas guerras no producen daños reales y sí ascensos. Pero la izquierda nacionalista no necesita soldados ambiciosos que destaquen en el campo de batalla. Los tiene, claro, pero no los necesita. Porque cuando hacen política, hacen política. Cuando quieren desarrollar la formación de los espíritus nacionales hacen lo que tienen que hacer: leyes. Y funciona. Y mientras lo hacen no hablan de guerra cultural. En todo caso, si quisiéramos buscar un símil bélico deberíamos hablar de guerra relámpago. Aunque una guerra relámpago un tanto extraña puesto que no hay sorpresa en ella. Si el enemigo es incapaz de defenderse no es por el impacto inicial y por la rapidez de los ataques, sino porque está a otras cosas. El avance es plácido, sereno. Da tiempo a admirar el paisaje y a escuchar las voces de los territorios. Y cuando alguien pretende recuperar el terreno o al menos trazar un mapa con la situación actual, sale lo de la guerra cultural.

Hablar de guerra cultural es no entender que en la izquierda nacionalista mandan Francina Armengol, Miquel Iceta, Idoia Mendia o María Chivite, que sus aliados son Podemos, Més, EH Bildu o ERC, y que al frente de las operaciones está Pedro Sánchez. Hablar de guerra cultural es no entender que la izquierda nacionalista, que además del problema moral de incorporar a los aliados que he mencionado puede permitirse el lujo de integrar a líderes como Carmen Calvo o Patxi López, lleva años de victorias no culturales, sino políticas.

Y así, hablando de guerras culturales, tenemos a alguien como Feijóo en Galicia. Y tenemos a no pocos dirigentes de la derecha o del centro-derecha quejándose por los votos que resta alguien como Cayetana Álvarez de Toledo. Y tenemos a un centro-derecha ya casi inexistente en el País Vasco. Y llamamos “mal menor” a que Ada Colau sea la alcaldesa de Barcelona. Y seguimos aceptando plácidamente la incuestionable legitimidad de nuestro Estado autonómico sin proponer ninguna corrección igualmente legítima a las evidentes injusticias que ha ido produciendo esa configuración, o que ha ido cultivando la izquierda nacionalista.

Si la guerra cultural es la manera mediante la que el centro-derecha pretende combatir el modelo que la izquierda nacionalista tiene para España, entonces han perdido antes de empezar. Porque lo que la izquierda nacionalista lleva años haciendo no es guerra cultural, sino política. Política desde una base ideológica -o varias- explícita, clara. Pero política. Así, es posible que lo que tenga que hacer el centro-derecha sea precisamente volver a hacer lo que se espera del centro-derecha: política. Claro que para poder hacer política no basta sólo con elaborar un presupuesto. Para poder presentar una alternativa a la izquierda nacionalista, es verdad, no basta con las leyes. Porque las victorias de la izquierda nacionalista son las leyes, pero esas leyes parten de y se dirigen a fortalecer una serie de ideas.


Mientras terminaba de escribir esto me he acordado de que no he leído ningún paper reciente sobre la guerra cultural, pero sí esto de Quintana Paz: ¿Qué queremos decir cuando decimos que estamos en una guerra cultural?

Y claro, tiene razón. Pero precisamente, lo que llamamos guerra cultural no es algo que sustituye a la política, sino las condiciones en las que al parecer el centro-derecha tiene que hacer hoy política. Y ese “hoy” es relativo: ¿acaso la condición del nacionalismo no ha sido siempre llevar lo político, la cuestión nacional, a todos los terrenos? Por eso, cuando se dice que lo que hay que hacer es presentar batalla en la guerra cultural, o al contrario, cuando se desprecian los principios diciendo que eso es guerra cultural y no va a ningún sitio, se olvida algo esencial: si la guerra cultural es un estado de cosas, si es el terreno en el que tiene que combatir cualquiera que quiera ofrecer una alternativa al nacionalismo, entonces no estamos hablando de un fenómeno nuevo. Otra cosa es que para no pocos dirigentes relevantes del centro-derecha el combate al nacionalismo sea no ya algo nuevo sino inédito.