Nunca votaré a un partido que incorpore como algo normal el asesinato político. Que lo incorpore directamente, mediante personas que han formado parte de una banda terrorista y que nunca se han arrepentido, o que lo incorpore mediante un relato que olvida o incluso enaltece la práctica del asesinato como herramienta política.
Por eso nunca votaré a un partido como EH Bildu, al igual que, afortunadamente, la mayoría de los ciudadanos españoles. Y a diferencia, desgraciadamente, de una buena parte de los ciudadanos vascos.
Tampoco votaré a un partido que incorpore como algo normal el golpe de Estado. Que ponga la voluntad popular, concepto siempre difuso, por metafísico, por encima de la ley, que está recogida en documentos a los que todos nos sometemos para que pueda haber civilización. Es decir, nunca votaré a un partido que considere que su proyecto político no puede tener obstáculos, que considere que las garantías y los procedimientos de un Parlamento pueden ser derribadas cuando la agenda política lo exija.
Por eso nunca votaré a un partido como ERC, o a un partido como lo que antes se llamaba nacionalismo catalán moderado, y ahora imagino que es JxCat.
Tampoco votaré a un partido que considere que los derechos colectivos, o los derechos de las lenguas, o de los territorios, están por encima de de los derechos de los ciudadanos. O a los partidos que defienden un proyecto político de máximos, identitario, centrado en la idea de nación metafísica, en el que cualquiera que aspire sólo a una ciudad con unos mínimos compartidos y a buscar su ideal de vida sin necesidad de imponérselo a los demás sea tratado como enemigo, disidente o extranjero. Y por supuesto tampoco votaré nunca a un partido que coloca como líder a alguien que es abiertamente racista, a alguien que ha decidido escribir artículo tras artículo contra esa parte de los ciudadanos que se coloca al margen de un proyecto de máximos excluyente. Por eso, también por eso, no votaré nunca a un partido como ERC o JxCat.
No votaré nunca a un partido que hable alegremente de expulsar a ciudadanos españoles por el mero hecho de defender un sistema político distinto. O que hable alegremente de cerrar medios de comunicación antipáticos. O que lleve en sus listas, alegremente, a personas que han militado en organizaciones neonazis, o que han participado en actos de organizaciones neonazis, o que sostienen un discurso en el que la homosexualidad es una tara, o una enfermedad, o una conducta anómala que hay que reconducir. Ni a un partido que difunde la idea de que hay una gran conspiración mundial de las élites contra “la gente normal”, una conspiración que consiste en inundar Europa de inmigrantes, una conspiración a la que hay que responder vulnerando incluso la intimidad de los inmigrantes en situación vulnerable. Por eso nunca votaré a un partido como Vox.
Tampoco votaré a un partido que haya incorporado como algo normal el acoso político, que haya impedido o tratado de impedir la posibilidad de que alguien que discrepa pueda dar una conferencia en la universidad, que haya hablado alegremente de controlar políticamente los medios de comunicación, que tenga en sus filas a personas que son incapaces de hablar de los asesinos a los que me refería antes en los términos que exige la honestidad intelectual y la decencia, o, en fin, a un partido cuyos dirigentes no dudaban en ondear la bandera comunista de la hoz y el martillo, con todo lo que ello supone, cuyos dirigentes tienen a Lenin o a Chávez o a Maduro como referentes políticos, y cuyos dirigentes se hartaron de ensalzar las bondades de la Venezuela bolivariana hasta que la realidad les impidió seguir haciéndolo. Por eso nunca votaré a un partido como Podemos.
Hay muchas más razones para no votar a ninguno de los partidos que he mencionado. Algunas son importantes, y otras no tanto. Pero incluso las que no son tan importantes tienen su efecto. Nunca votaré a un partido que intente conseguir votos mediante un discurso incendiario, mediante los aspavientos morales, el énfasis o la sobreactuación, mediante un discurso manipulador, mentiroso, que alimenta los bajos instintos y que se nutre de ellos, que necesita crear un relato épico y falso, que presenta una realidad falsa o exagerada sin tener en cuenta que ese relato sí puede traer en el futuro una realidad mucho más desagradable.
Tampoco me gustaría votar a un partido que habla a los ciudadanos como si fueran imbéciles, o menores de edad, o personas con un único interés, aunque sólo hagan esto de vez en cuando. O que utilicen datos falsos sabiendo que son falsos, o que prefieran la arenga constante, el barro por el barro y la ocurrencia por la ocurrencia. Por eso sólo he votado en unas elecciones hasta hoy. Porque lo negativo pesa más que lo positivo, aunque sé que no debería ser así.
Lo que sí sé es dónde están las líneas rojas. Las mías. Y como son mías sólo me sirven a mí. Es normal. Esas líneas rojas se las pongo a los partidos y a sus dirigentes de la misma manera que yo me pongo otras que intento no rebasar. Por ejemplo, intento no difundir bulos, intento no insinuar problemas personales de los candidatos que no me gustan, intento no hacer bromas con rumores sobre otros candidatos. Como decía, las líneas rojas las pone cada uno. Para valorar a quienes piden nuestro voto y también para valorar nuestras propias acciones.
Con lo que he dicho antes es fácil deducir que sólo quedan tres partidos. En abstracto, al menos. Luego queda el contraste con la realidad, y las líneas rojas y amarillas. Y al final, al final del todo, queda lo que queda. Y esto que queda es aquello con lo que vamos a tener que convivir el resto de nuestros días. Los gobiernos y los líderes pasan. Los que nos gustan, los que no nos gustan y los que despreciamos. Lo que queda, sencillamente, se queda. De ahí la importancia de las líneas rojas. Y la importancia aún mayor de uno de los dos tipos de líneas rojas. Porque hay cosas que despreciamos de las que es muy difícil librarse.