Hablábamos la última vez de los lotófagos, de todos aquellos que viven en un combate sin tregua contra la memoria. Hay lotófagos en el ámbito educativo, como veíamos, pero es mucho más común encontrárselos en el ámbito de la política. Tanto más común cuanto más incómodo resulta el pasado que se quiere borrar o reescribir.
Ninguna región española tiene una historia reciente tan incómoda como la del País Vasco. Esto es así porque en ninguna región española ha habido un grupo terrorista activo durante más de cuatro décadas, y sobre todo porque ese grupo terrorista contó con el apoyo tácito y explícito de una buena parte de la sociedad vasca. Todavía hoy sobreviven los discursos legitimadores en el mismo espectro sociopolítico que justificaba y apoyaba el terrorismo, y todavía hoy perduran los efectos de todas esas décadas de violencia política unidireccional.
Por todo esto es incómodo el pasado reciente en el País Vasco, y por eso hay un empeño enorme en imponer una política de desmemoria, que irónicamente se aplica desde los departamentos de Memoria del Gobierno vasco.
La memoria es una facultad humana, y por lo tanto es falible. Puede además referirse a cosas distintas. Pero si hablamos de ‘memoria’ como capacidad para recordar el pasado y, sobre todo, como exposición de hechos, debemos partir de una premisa: hay memoria, o puede haberla, porque hay hechos objetivos. Los hechos existen independientemente de cómo los recordemos, e incluso independientemente de si los recordamos o no. La memoria por lo tanto no puede ser “poliédrica”, ni puede estar sujeta a la negociación. Una cosa es que los hechos produzcan sentimientos distintos en cada uno de nosotros, y otra cosa es que existan distintos hechos en función de las circunstancias de cada uno de nosotros.
La historia reciente produce sentimientos incómodos en muchos ciudadanos del País Vasco, sí. Esto ocurre porque muchos de esos ciudadanos apoyaron a una banda terrorista que hacía política mediante asesinatos, secuestros, amenazas y chantajes, y porque muchos otros nunca le dieron la importancia que tenía. Ocurre también porque ese hecho condujo necesariamente a otro, y porque este otro no es pasado sino presente: el mapa y el ambiente políticos que configuran hoy el País Vasco son precisamente el resultado buscado de esas más de cuatro décadas de violencia política. La banda terrorista ETA no era un grupo de asesinos nihilistas. No asesinaban por placer ni por la fascinación de hacerlo, no eran como los alumnos de Rupert Cadell en ‘La Soga’. Ni siquiera asesinaban para castigar a quienes consideraban enemigos del pueblo vasco; asesinaban para generar un efecto concreto en la sociedad vasca, para impedir que en la sociedad vasca pudieran operar personas que pusieran en peligro su proyecto político. Eran asesinos pragmáticos y racionales, no endemoniados. Asesinaban porque sabían que todo ello merecía la pena, porque producía efectos políticos y sociales que consideraban necesarios. Por eso es profundamente injusto y equivocado decir que “todo aquello no sirvió para nada”.
Todo esto ocurrió durante décadas, y todo aquello produjo efectos que probablemente durarán décadas. Pero incluso aunque no fuera así, incluso aunque la izquierda abertzale, el espectro social y político que legitimó a ETA, no fuera hoy la segunda fuerza política en el País Vasco, incluso si hubieran sido justamente barridos de las instituciones por los ciudadanos… incluso así sería necesario ocuparse de la memoria. Es decir, de los hechos.
No por respeto a las víctimas de la violencia política, ni por ese deseo utilitarista de que “no se vuelva a repetir”, tan extendido hoy, tan cómodo y tan falso; es necesario ocuparse de los hechos porque los hechos son. Y porque si no son los hechos quienes configuran nuestros recuerdos sino determinados agentes políticos y sociales, entonces no podremos decir que somos sujetos libres y autónomos. Si no aceptamos que los hechos son absolutos, que no dependen del ánimo del ser humano, entonces acabaremos aceptando el relativismo dogmático de los lotófagos. No hay equidistancia, término medio ni negociación posibles: la elección que se nos presenta es la de escoger entre el absoluto de los hechos o el dogmatismo del relato.
Cuando empecé a escribir sobre nuestro pasado reciente, hace ya algunos años, no me planteé su utilidad ni la motivación que había detrás. Escribía para mí, y escribía por lo que veía en una población tan pequeña como Galdácano. Lo hacía para recordarme que Xabier García Gaztelu ‘Txapote’, Jon Bienzobas Arretxe ‘Karaka’, Francisco Javier López Peña ‘Thierry’, Francisco Javier Martínez Izagirre ‘Javi de Usansolo’ o Kepa del Hoyo, homenajeados en las paredes de las calles y celebrados en público como héroes, no eran nada de eso, sino asesinos de ETA; y sólo porque empecé a escribir sobre ellos llegué a los nombres de Víctor Legorburu, Eloy García Cambra, Jesús Ildefonso García Vadillo o José Ortiz Verdú, que no murieron por causas misteriosas sino asesinados en Galdácano por compañeros de esos otros ilustres vecinos a quienes veía habitualmente. Si no hubiera sido por la necesidad de saber más sobre los asesinos esas cuatro víctimas de ETA, entre otras, habrían seguido siendo nombres desconocidos para mí, alguien que ha vivido en este pueblo más de treinta años. Y saber más sobre los asesinados, saber quiénes, dónde y cómo los asesinaron, debería ser el objetivo fundamental de todas las políticas de memoria. Aunque sea incómodo, y precisamente porque tendemos a evitar lo incómodo.
La semana pasada, el miércoles, asistí a la presentación de un proyecto noble y necesario. Se presentó en Bilbao el primer volumen de ‘Historia y memoria del terrorismo en el País Vasco’. Es el primero de tres volúmenes que irán apareciendo a lo largo de un año. En octubre se espera el segundo, y en marzo de 2022 el tercero y último. Lo relevante es que, además del libro, se ha creado un archivo con miles de documentos relacionados con los atentados terroristas que se han cometido en España desde 1968, cuando ETA asesina a José Antonio Pardines. El archivo cuenta con una carpeta para cada víctima, documentos con las reacciones en prensa después de cada atentado, las actas municipales con las deliberaciones y las resoluciones adoptadas cada vez que se cometía un atentado. Es una gran obra, pero es mucho más que eso. Es un proyecto puesto en marcha por el Centro Memorial de las Víctimas del Terrorismo, por el Instituto de Historia Social Valentín de Foronda y por la Universidad del País Vasco, que parte del trabajo previo de personas como Florencio Domínguez, Gaizka Fernández o Raúl López Romo, y que va más allá de esta obra en tres volúmenes y del archivo: en los próximos meses se espera la apertura al público del Centro Memorial en Vitoria, que funcionará también como museo sobre el terrorismo. Será una instalación para mostrar precisamente lo que no debe olvidarse: quiénes fueron asesinados, secuestrados, amenazados; quiénes asesinaron, cómo asesinaron, dónde asesinaron.
Los comedores de loto vivían sin la incomodidad de saber quiénes eran y de dónde venían. No tenían vínculos ni con su familia, ni con su origen, ni con su pasado. Su reflejo en el agua no significaba nada, puesto que nunca habían sido nada. Aunque sí lo fueron, claro; simplemente no lo recordaban. La privación planificada de la memoria y la negación de los hechos, su disolución en un mundo en el que sólo puede haber relatos, sentimientos y subjetividades nos llevaría a una isla como la que describe Homero. Lo que ofrece el proyecto que hemos mencionado es justo lo contrario: la posibilidad de rechazar conscientemente el loto, de aceptar la incomodidad de los hechos, de reconocernos en nuestro reflejo. Y de contárselo a los viajeros con los que nos crucemos.