Lotófobos

Hablábamos la última vez de los lotófagos, de todos aquellos que viven en un combate sin tregua contra la memoria. Hay lotófagos en el ámbito educativo, como veíamos, pero es mucho más común encontrárselos en el ámbito de la política. Tanto más común cuanto más incómodo resulta el pasado que se quiere borrar o reescribir.
Ninguna región española tiene una historia reciente tan incómoda como la del País Vasco. Esto es así porque en ninguna región española ha habido un grupo terrorista activo durante más de cuatro décadas, y sobre todo porque ese grupo terrorista contó con el apoyo tácito y explícito de una buena parte de la sociedad vasca. Todavía hoy sobreviven los discursos legitimadores en el mismo espectro sociopolítico que justificaba y apoyaba el terrorismo, y todavía hoy perduran los efectos de todas esas décadas de violencia política unidireccional.

Por todo esto es incómodo el pasado reciente en el País Vasco, y por eso hay un empeño enorme en imponer una política de desmemoria, que irónicamente se aplica desde los departamentos de Memoria del Gobierno vasco.
La memoria es una facultad humana, y por lo tanto es falible. Puede además referirse a cosas distintas. Pero si hablamos de ‘memoria’ como capacidad para recordar el pasado y, sobre todo, como exposición de hechos, debemos partir de una premisa: hay memoria, o puede haberla, porque hay hechos objetivos. Los hechos existen independientemente de cómo los recordemos, e incluso independientemente de si los recordamos o no. La memoria por lo tanto no puede ser “poliédrica”, ni puede estar sujeta a la negociación. Una cosa es que los hechos produzcan sentimientos distintos en cada uno de nosotros, y otra cosa es que existan distintos hechos en función de las circunstancias de cada uno de nosotros.

La historia reciente produce sentimientos incómodos en muchos ciudadanos del País Vasco, sí. Esto ocurre porque muchos de esos ciudadanos apoyaron a una banda terrorista que hacía política mediante asesinatos, secuestros, amenazas y chantajes, y porque muchos otros nunca le dieron la importancia que tenía. Ocurre también porque ese hecho condujo necesariamente a otro, y porque este otro no es pasado sino presente: el mapa y el ambiente políticos que configuran hoy el País Vasco son precisamente el resultado buscado de esas más de cuatro décadas de violencia política. La banda terrorista ETA no era un grupo de asesinos nihilistas. No asesinaban por placer ni por la fascinación de hacerlo, no eran como los alumnos de Rupert Cadell en ‘La Soga’. Ni siquiera asesinaban para castigar a quienes consideraban enemigos del pueblo vasco; asesinaban para generar un efecto concreto en la sociedad vasca, para impedir que en la sociedad vasca pudieran operar personas que pusieran en peligro su proyecto político. Eran asesinos pragmáticos y racionales, no endemoniados. Asesinaban porque sabían que todo ello merecía la pena, porque producía efectos políticos y sociales que consideraban necesarios. Por eso es profundamente injusto y equivocado decir que “todo aquello no sirvió para nada”.

Todo esto ocurrió durante décadas, y todo aquello produjo efectos que probablemente durarán décadas. Pero incluso aunque no fuera así, incluso aunque la izquierda abertzale, el espectro social y político que legitimó a ETA, no fuera hoy la segunda fuerza política en el País Vasco, incluso si hubieran sido justamente barridos de las instituciones por los ciudadanos… incluso así sería necesario ocuparse de la memoria. Es decir, de los hechos.
No por respeto a las víctimas de la violencia política, ni por ese deseo utilitarista de que “no se vuelva a repetir”, tan extendido hoy, tan cómodo y tan falso; es necesario ocuparse de los hechos porque los hechos son. Y porque si no son los hechos quienes configuran nuestros recuerdos sino determinados agentes políticos y sociales, entonces no podremos decir que somos sujetos libres y autónomos. Si no aceptamos que los hechos son absolutos, que no dependen del ánimo del ser humano, entonces acabaremos aceptando el relativismo dogmático de los lotófagos. No hay equidistancia, término medio ni negociación posibles: la elección que se nos presenta es la de escoger entre el absoluto de los hechos o el dogmatismo del relato.

Cuando empecé a escribir sobre nuestro pasado reciente, hace ya algunos años, no me planteé su utilidad ni la motivación que había detrás. Escribía para mí, y escribía por lo que veía en una población tan pequeña como Galdácano. Lo hacía para recordarme que Xabier García Gaztelu ‘Txapote’, Jon Bienzobas Arretxe ‘Karaka’, Francisco Javier López Peña ‘Thierry’, Francisco Javier Martínez Izagirre ‘Javi de Usansolo’ o Kepa del Hoyo, homenajeados en las paredes de las calles y celebrados en público como héroes, no eran nada de eso, sino asesinos de ETA; y sólo porque empecé a escribir sobre ellos llegué a los nombres de Víctor Legorburu, Eloy García Cambra, Jesús Ildefonso García Vadillo o José Ortiz Verdú, que no murieron por causas misteriosas sino asesinados en Galdácano por compañeros de esos otros ilustres vecinos a quienes veía habitualmente. Si no hubiera sido por la necesidad de saber más sobre los asesinos esas cuatro víctimas de ETA, entre otras, habrían seguido siendo nombres desconocidos para mí, alguien que ha vivido en este pueblo más de treinta años. Y saber más sobre los asesinados, saber quiénes, dónde y cómo los asesinaron, debería ser el objetivo fundamental de todas las políticas de memoria. Aunque sea incómodo, y precisamente porque tendemos a evitar lo incómodo.

La semana pasada, el miércoles, asistí a la presentación de un proyecto noble y necesario. Se presentó en Bilbao el primer volumen de ‘Historia y memoria del terrorismo en el País Vasco’. Es el primero de tres volúmenes que irán apareciendo a lo largo de un año. En octubre se espera el segundo, y en marzo de 2022 el tercero y último. Lo relevante es que, además del libro, se ha creado un archivo con miles de documentos relacionados con los atentados terroristas que se han cometido en España desde 1968, cuando ETA asesina a José Antonio Pardines. El archivo cuenta con una carpeta para cada víctima, documentos con las reacciones en prensa después de cada atentado, las actas municipales con las deliberaciones y las resoluciones adoptadas cada vez que se cometía un atentado. Es una gran obra, pero es mucho más que eso. Es un proyecto puesto en marcha por el Centro Memorial de las Víctimas del Terrorismo, por el Instituto de Historia Social Valentín de Foronda y por la Universidad del País Vasco, que parte del trabajo previo de personas como Florencio Domínguez, Gaizka Fernández o Raúl López Romo, y que va más allá de esta obra en tres volúmenes y del archivo: en los próximos meses se espera la apertura al público del Centro Memorial en Vitoria, que funcionará también como museo sobre el terrorismo. Será una instalación para mostrar precisamente lo que no debe olvidarse: quiénes fueron asesinados, secuestrados, amenazados; quiénes asesinaron, cómo asesinaron, dónde asesinaron.

Los comedores de loto vivían sin la incomodidad de saber quiénes eran y de dónde venían. No tenían vínculos ni con su familia, ni con su origen, ni con su pasado. Su reflejo en el agua no significaba nada, puesto que nunca habían sido nada. Aunque sí lo fueron, claro; simplemente no lo recordaban. La privación planificada de la memoria y la negación de los hechos, su disolución en un mundo en el que sólo puede haber relatos, sentimientos y subjetividades nos llevaría a una isla como la que describe Homero. Lo que ofrece el proyecto que hemos mencionado es justo lo contrario: la posibilidad de rechazar conscientemente el loto, de aceptar la incomodidad de los hechos, de reconocernos en nuestro reflejo. Y de contárselo a los viajeros con los que nos crucemos.

Lotófagos, II

Creo recordar que el primer artículo que escribí para The Objective fue ‘Lotófagos’, aunque es posible que me falle la memoria. Era marzo de 2016, unos días después del aniversario de los atentados del 11 de marzo en Madrid, y el tono de la reflexión era, como de costumbre, pesimista. Había y hay razones para ello. En España llevamos años viendo cómo los principales responsables políticos han colocado la destrucción de la memoria en los primeros puestos de su lista de prioridades. Lo vemos en la educación, sin duda. “El Gobierno planea un vuelco para que el aprendizaje en la escuela sea menos memorístico”, leíamos hace dos días en El País. Según el periódico, que dice haber tenido acceso a los documentos que maneja el Gobierno, esta reforma pretende sustituir “el sistema enciclopédico, consistente en largos listados de hechos y conceptos, que los alumnos debían poder repetir, implantado tras la ley Wert, por otro en el que los alumnos aprendan a aplicar los conocimientos”. Más allá de lo que pretenda y de lo que consiga la reforma, lo relevante es fijarse en las palabras con las que habitualmente se envuelve el asunto. Se pretende que los alumnos aprendan a aplicar los conocimientos, y al mismo tiempo se presenta el conocimiento, la adquisición y la comprensión de datos y conceptos, como algo arcaico, inútil o despreciable. Cabría preguntarse, por tanto, qué es lo que tiene de positivo, de real, una reforma que pretende aplicar algo que previamente quiere degradar. Y cabría preguntarse también cuánta verdad hay en las premisas de las que parte la reforma. ¿No se enseña ya, no se ha enseñado siempre a “aplicar los conocimientos”? ¿Cómo se puede aprender Historia, Lengua o Filosofía, cómo se puede comprender un contexto, un texto o un concepto sin aplicar y relacionar conocimientos? ¿Dónde han visto los apóstoles del ministerio esas aulas en las que se prohíbe la aplicación del conocimiento?

Este discurso vaporoso y degradante no se da sólo en los debates técnicos del ministerio. Ayer la ministra de Educación, Isabel Celaá, escupió a un diputado del PP una serie de palabras en un intercambio dialéctico sobre la educación especial. “Señor Matarí, ¿de dónde viene usted? ¡De qué lejos viene usted! Usted no tiene ningún contacto ni con el mundo educativo, ni con los padres, ni con los hijos, ni con los profesores. Usted no sé de qué habla”. El señor Matarí, diputado del Partido Popular, acababa de contar que es padre de una hija con síndrome de Down que estudió en un centro de educación especial. Gracias a ello pudo estudiar un grado en la universidad, también adaptado a sus necesidades, y hoy trabaja y está integrada en el ámbito laboral y social. Menos de dos minutos después la ministra de Educación comenzó su respuesta con el mencionado “Señor Matarí, de dónde viene usted”, y esto produjo risas en el Congreso. La ministra Celaá comenzaba su intervención preguntando “de dónde viene” a alguien que acababa de explicar de dónde venía. “Usted no tiene ningún contacto con el mundo educativo, ni con los padres, ni con los hijos, ni con los profesores”. Esto es lo que vino después de las risas, y se lo dijo a un padre que acababa de explicar el proceso educativo de su hija.

La ministra que le dice a un padre como Juan José Matarí que no tiene contacto con algo que por desgracia conoce a la perfección es la misma que inicia una reforma para “sustituir el conocimiento memorístico por la aplicación del conocimiento”. La ministra, sus técnicos y sus apóstoles, ella y los que presentan la reforma como lo más progresista y lo más innovador que se puede hacer en la educación, desconocen qué es lo que pasa en las aulas de España desde hace años. Desconocen que cualquiera que se dedique a la docencia espera -o debería esperar- de sus alumnos algo más que el volcado de datos y conceptos. Y desconocen también que la principal dificultad que tiene el docente para conducir a sus alumnos a algo más que el volcado acrítico de datos y conceptos, la razón por la que no siempre se consigue, es doble: por una parte, la raquítica comprensión lectora a la que se les condena desde las primeras etapas educativas; y por otra parte el desprecio al orden, al silencio y a la disciplina en el aula -condiciones necesarias para que pueda haber aprendizaje real- por ser valores del “antiguo régimen”, como si el cerebro humano pudiera explicarse desde la sociología y no desde la biología.
Por último, la ministra y sus técnicos deben de desconocer también que, además de estas dificultades comunes a las aulas de toda España, hay regiones en las que se añade una tercera dificultad: la obligatoriedad de aprender en una lengua que muchos o la mayoría de los alumnos no dominan. ¿Qué conocimientos esperan que apliquen los alumnos, por tanto, si se considera la memoria y la adquisición de conocimientos algo arcaico? ¿Qué conocimientos esperan que apliquen si consideran que las condiciones que permiten el aprendizaje son algo propio del antiguo régimen? ¿Y qué conocimientos esperan que apliquen los alumnos del País Vasco o de Cataluña que no dominan el euskera o el catalán, lenguas en las que les obligan a estudiar?

El debate sobre la “educación no memorística” no es más que una gran simulación compartida. Hablan y lanzan reformas fingiendo conocer lo que pasa en las aulas, y hablamos como si no supiéramos que la razón para este discurso no es su desconocimiento, sino su desinterés por la educación y por los alumnos. No desconocen lo que ocurre en las aulas españolas, sino que lo ignoran. Y esta simulación la llevan hasta lo más personal. Si la ministra Celaá responde con desprecio a Juan José Matarí, y si los compañeros de Celaá en el Congreso ríen tras sus palabras, no es porque se hayan olvidado de lo que acaba de contar el diputado, sino porque no les importa. Porque les da igual. Y porque saben que a la mayor parte de sus votantes y a buena parte de quienes se dedican a fiscalizar los discursos y los actos de los políticos también les dará igual tanto el fondo como la forma.
Éste es el terreno político y moral en el que se produce el debate sobre la educación en España. Algo que no sólo debería ocupar tribunas, editoriales y telediarios, sino que debería llevar a la dimisión de Isabel Celaá, incapaz de estar a la altura de su cargo, de la profesión docente y de las justas demandas de padres como Juan José Matarí.


Había comenzado este texto con la intención de hablar de un proyecto relacionado con la memoria que se presentó ayer en Bilbao, pero no sería justo mezclar algo así con esto otro. Queda para mañana el texto sobre la otra memoria, en la que sí hay avances y nobleza.

¿Los herederos de ETA?

Mertxe Aizpurua aseguró en la última reunión de la Junta de Portavoces del Congreso que su grupo no tolerará que sigan refiriéndose a ellos como los “herederos de ETA”. Su grupo es EH Bildu, cuyo coordinador general es Arnaldo Otegi. EH Bildu es una coalición política de partido único, se podría decir. Sortu fue desde su fundación el partido de verdad, el que recogía el testigo de Batasuna, y a ellos se unieron comparsas como Aralar, ya disuelto; Alternatiba, escisión de Ezker Batua-Berdeak, que a su vez fue una escisión de la sección vasca de Izquierda Unida; y Eusko Alkartasuna, marca histórica en el País Vasco que llevaba varios años sumida en la irrelevancia y que hoy, tras algunos años de lucha interna, parece que ha abrazado definitivamente su papel de comparsa.
Sortu es, por tanto, el partido que representa hoy a la izquierda abertzale en el País Vasco. Su secretario general es Arkaitz Rodríguez, quien tomó el relevo de Arnaldo Otegi en 2017.

Ambos, Rodríguez y Otegi, estuvieron en 2017 en Galdácano para honrar la memoria de Kepa del Hoyo, preso de ETA fallecido en la cárcel por un infarto mientras hacía deporte. El pueblo apareció ese 5 de agosto decorado con pancartas y carteles de agradecimiento a Del Hoyo y a todos los ‘gudaris’ que, como él, “lo dieron todo por el pueblo”. Kepa del Hoy dio, concretamente, información para que ETA asesinara en febrero de 1997 al policía Modesto Rico Pasarín. Recoger información de posibles objetivos era parte de sus tareas como miembro del Comando Vizcaya. Compañeros de la banda terrorista usaron la información que proporcionó Del Hoyo para colocar una bomba en el coche del policía. Cuando explotó la bomba su cuerpo salió despedido y chocó contra el muro de un colegio. Unos meses después el comando colocó otra bomba en el coche de otro policía, Daniel Villar. En este caso la bomba no hizo que saliera despedido del coche, sino que el coche comenzase a arder, con Daniel Villar en su interior. Kepa del Hoyo fue condenado como autor de ese asesinato.
Rodríguez y Otegi, representantes de la izquierda abertzale, cumplieron con su trabajo el 5 de agosto de 2017. Su presencia ese día en Galdácano no fue ocultada, ni fue incoherente. Acudieron a un acto en el que la izquierda abertzale quiso reivindicar la vida y obra, es decir, la vida y las muertes, del etarra Del Hoyo. El propio Rodríguez dio un discurso tras las palabras de Peru Del Hoyo, hijo del etarra fallecido. El secretario de Sortu dijo que “Se lo debemos a nuestros hijos, la paz y la libertad, la victoria”. Después una mujer, probablemente madre de algún preso, leyó los nombres de los etarras del pueblo que aún estaban en prisión. Jon Bienzobas Arretxe, Jon Crespo Ortega, Leire Etxeberria Simarro… Así hasta llegar al último: Xabier García Gaztelu, más conocido como Txapote. Quienes se habían reunido en la plaza, los representados de Otegi y Rodríguez, aplaudían mientras se leían los nombres.

Cuando se intentan justificar expresiones como “los herederos de ETA” se suele mirar al pasado. Arnaldo Otegi, por ejemplo, fue miembro de ETA, y fue condenado por el secuestro de Luis Abaitua. Mertxe Aizpurua, la portavoz de EH Bildu que la semana pasada afirmaba que no iban a seguir tolerando esa expresión, no sólo fue redactora de Egin sino que fue condenada a un año de prisión por apología del terrorismo tras publicar en Punto y Hora una entrevista a José Manuel Alemán, que había sido parlamentario de Herri Batasuna y cuyo hermano José Javier había fallecido cuando manipulaba explosivos dentro de un coche. El hermano del entrevistado se había integrado en ETA, y en la revista Punto y Hora, dirigida por Aizpurua, se calificaba a José Javier como “gudari”; a él y a todos los “militantes de ETA caídos en la lucha por la liberación de Euskadi”. El ejemplar de esa semana –23 de septiembre de 1983, el número 320– llevaba en portada el Gudari Eguna, y unas páginas antes de la entrevista aparecía un editorial titulado “Gaurko gudariak”, los gudaris de hoy. En él la directora Mertxe Aizpurua reivindicaba no sólo la memoria de los gudaris, sino la necesidad de que siguieran derramando su sangre, pero especialmente la de sus enemigos, en “la guerra de Euskal Herria contra España”.

Sin duda es interesante el pasado, pero hay que distinguir entre el pasado y los discursos sobre el pasado. Los discursos sobre el pasado que se hacen hoy no son pasado, sino presente. El pasado de Arnaldo Otegi y Mertxe Aizpurua está ligado al terrorismo y a ETA, sí, pero eso no es lo relevante. Lo relevante es que su presente también, mediante sus actos, sus homenajes y sus discursos. Desde los envíos de cartas a presos que organiza Sortu hasta los mensajes de dirigentes de EH Bildu cada vez que un etarra sale de prisión, sin olvidar el mensaje de fondo cuando se pronuncian sobre la historia reciente del País Vasco, y sobre su papel en esa historia. Hace unos meses, en diciembre de 2020, la portavoz de EH Bildu pronunciaba estas palabras en el Congreso.

No tenemos duda de que por cada paso que demos recibiremos más ataques. Lleva décadas siendo así. Pretenden que desistamos, pretenden doblegarnos. Pues sinceramente les digo a estas fuerzas reaccionarias agazapadas en los poderes del Estado, a los jueces, a los militares, a los ultras, a los medios de comunicación del régimen, a ese régimen del 78, que no; que no conocen a la izquierda independentista vasca. Que no vamos a renunciar a nuestro camino hacia la justicia social, la paz y la libertad de nuestro pueblo por mucho que nos ataquen. Que vinimos aquí a frenarles, a sacarles de la ecuación política, y que en ello vamos a seguir, porque para su desgracia cada vez somo más y más decisivas. (…) Desistan, porque ni pudieron, ni podrán.


La palabra clave es “décadas”, y la idea clave es que “vinimos aquí a frenarles, a sacarles de la ecuación política”.

ETA desapareció. Esto no puede ser objeto de discusión. Pretender continuar hoy la denuncia de todo lo que hace la izquierda abertzale desde la premisa de que ETA aún existe, de que la izquierda abertzale está al servicio de ETA, es no haber entendido nada. No era ETA la que dirigía a la izquierda abertzale, sino que fue la izquierda abertzale la que creó a ETA, la que la apoyó y permitió que siguiera existiendo hasta que ya no fue necesaria. El objetivo de la izquierda abertzale era, efectivamente, sacar de la ecuación política a quienes consideraban enemigos de Euskal Herria. Tuvieron mucho éxito en esa tarea. A unos los sacaron en un féretro, otros se marcharon cuando aún podían decidir el medio de transporte y muchos más optaron por el silencio. ETA ya no existe, pero la lucha es la misma: sacar de la ecuación política a los enemigos de Euskal Herria. Hoy no necesitan enviar a un Del Hoyo o un Txapote porque saben que la fase del terror ya fue superada, dio sus frutos, configuró un mapa y un clima político propicios para la izquierda abertzale, y ahora basta con el acoso y las amenazas de baja intensidad para recordar quién manda y quién debe callar. A veces desde la calle, como cuando Sortu pide a sus fieles que “planten cara” en actos de partidos políticos como Ciudadanos, PP o Vox, y a veces desde los parlamentos, como cuando EH Bildu registró una proposición no de ley para que el Parlamento Vasco exigiera a los partidos políticos considerados extranjeros que no pisaran suelo vasco en la campaña para las elecciones generales de 2019.

No es el pasado de Otegi y Aizpurua lo que los retrata, sino el presente; no es lo que hicieron y dijeron, sino lo que aún hacen y dicen. Por eso cuando el secretario general de la UGT invita a Arnaldo Otegi a un congreso del sindicato y celebra su asistencia, o cuando el PSOE pone su firma junto a EH Bildu en unos presupuestos y en un “Manifiesto en favor de la democracia”, no es al pasado lejano donde debemos dirigir la mirada, sino al presente. Son «los herederos de ETA» porque han recibido los frutos de su trabajo, sí; a todos nos ha tocado una parte en esa herencia. Pero no son simplemente «los herederos de ETA».
Son mucho más que eso, son algo peor que eso.

«¡Vete al médico!»

La semana pasada, después de que Ayuso convocase elecciones, Aguado dijo esto: “Ha perdido la cabeza. No encuentro otra explicación”. Son cosas que se dicen, sí, y se han dicho muchas sobre la presidenta de la Comunidad de Madrid. Principalmente, como es lógico, desde la izquierda. Desde el juego con su nombre (“IDA”) hasta mensajes constantes y explícitos en los que se insinúa una salud mental deteriorada, con más o menos convencimiento. Y son cosas que han dicho desde el alcalde de Valladolid, Óscar Puente, hasta uno de los periodistas con más presencia pública en los medios, Antonio Maestre. La frase de Aguado encaja perfectamente en este ambiente, del mismo modo que la artillería electoral de Ciudadanos se ha apuntado a los mensajes que convierten a Ayuso en fascista, aunque sea por decir lo mismo que decían ellos cuando iban a Vic y a Rentería, al Orgullo y a la Pradera de San Isidro.

Desde hace días Aguado y Ciudadanos son parte de la España sana, divertida, moralmente superior y nada sectaria que puede bromear con la salud mental de Isabel Díaz Ayuso, con la muerte de Rita Barberá o con la vida de Santiago Abascal en el País Vasco. Los simpatizantes y dirigentes de los partidos de izquierdas en España saben que la salud mental, la muerte y la vida bajo el terror son campos fértiles para ejercitar la miseria política, y saben que no tienen consecuencias para ellos porque hay zapadores que se encargan de preparar el terreno en la televisión y en la radio. Desde La Ser, La Sexta o Movistar se ha jugueteado con todo eso y mucho más durante años. Hemos visto que se podía aplaudir a una mujer que asesina a su marido y a la mujer con la que éste le era infiel; hemos visto que se podía bromear con una diputada del Congreso, actual ministra y vicepresidenta del Gobierno, sobre el olor corporal de Santiago Abascal -”¿Huele a caballo?”- y sobre la necesidad de lavar la cabeza a un niño después de que su escolta le pasara la mano; hemos visto muchas cosas sobre demasiadas cosas serias que no generaban escándalo porque antes habían pasado por las terminales humorísticas del movimiento, y ahora estamos viendo que se puede llamar loca -y fascista- a una mujer sin que ardan las redes.

Hoy Errejón ha pronunciado en el Congreso un discurso sobre un tema serio e importante. Sobre varios, de hecho. Ha hablado sobre las cifras de suicidios en España y ha hablado sobre la salud mental de los españoles, que como era de esperar se ha visto afectada por las drásticas medidas que el Gobierno ha tomado para intentar controlar la enfermedad vírica. La oposición a Sánchez debería haber sido una de las más fáciles en la historia reciente de España. Denuncias, contraargumentos y argumentos innumerables deberían haber ocupado los debates, no para hacer oposición, sino porque eso es la oposición. En su lugar hemos tenido apaciguadores, y también guerrilleros que han sabido llenar el vacío. Unos han creído que la política era moderación sin batalla, y otros que la política era batalla sin moderación. Y entre la renuncia y el ardor guerrero se ha ido apartando a los pocos que realmente hacían una oposición eficaz; es decir, sin cesiones y sin aspavientos.

El discurso de Errejón ha sorprendido porque ha sido un discurso sobre problemas reales con los que es difícil hacer politiqueo partidista. Ha dado la cifra de suicidios diarios en España -10- y ha confesado que ha tenido que revisar la cifra porque la magnitud es terrible, y porque “en realidad uno, en el entorno, pues parece que no lo escucha”. No lo escucha, claro, si el entorno es La Resistencia, La Vida Moderna o Buenismo Bien, referentes políticos de su generación. Pero es un problema sobre el que algunos periodistas y psiquiatras llevan años alertando. Es un problema que tratan habitualmente Arcadi Espada, Juanjo Jambrina o Pablo Malo, por citar sólo a tres de los más conocidos. Y es un problema que se ha tratado varias veces en el Parlamento Europeo gracias a Teresa Giménez Barbat, que hacía una labor excepcional en Europa hasta que la ejecutiva de Ciudadanos -la anterior, no la de ahora- decidió apartarla.

Además del suicidio, Errejón ha hablado también sobre el deterioro de la salud mental de los españoles, y sobre la desatención general que pesa sobre ella. Esa desatención se traduce en que el cuidado de la salud mental es algo que se puede permitir con facilidad cualquiera que cuente con un seguro privado, pero es mucho más difícil para alguien que sólo pueda acudir a la sanidad pública, por lo que muchas veces lo acaba ignorando. La importancia de lo público ha sido la gran renuncia de la derecha española. La importancia de lo que realmente tiene de importante, no la versión gremial que ha reivindicado la izquierda en las últimas décadas. La respuesta a la manipulación en TVE es siempre “Cerremos TVE”; la respuesta a una educación pública mediocre y entregada a los nacionalistas ha sido siempre “Defendamos la concertada”, que en muchos casos ha aceptado y ofrecido la misma mediocridad y la misma instrumentalización nacionalista; y la respuesta hoy a un discurso importante de Íñigo Errejón ha sido “Vete al médico” por parte de un diputado del Partido Popular.


Y ésa es precisamente la cuestión. El hooligan del PP dice con desprecio algo que debería haber defendido con convicción. “Vete al médico”, porque es un asunto serio. En lugar de decírselo a los españoles pobres que no pueden permitirse un seguro privado se lo escupe a un diputado de Más Madrid, chapoteando en un lodo en el que los hooligans de izquierda hacen sincronizada y en el que los de derecha permiten que los mismos hooligans de la izquierda presuman de ejemplaridad entre insulto e insulto.

Hoy por la tarde volverán las bromas habituales sobre la salud mental de Isabel Díaz Ayuso, pero hasta entonces, hasta que los humoristas orgánicos -que también son los humoristas orgánicos de buena parte de los votantes de Errejón- vuelvan a marcar la línea que separa la ocurrencia simpática de la indecencia despreciable, veremos mensajes de merecida condena a las palabras del hooligan del PP. Se dirá, desde el otro lado, que es injusto, que estos “errores” se magnifican cuando los comete algún político desconocido de derechas y se ignoran cuando los comete cualquiera de los dirigentes conocidos de izquierdas. Y es cierto, claro; pero esto añade una razón más, innecesaria y utilitarista, a la razón principal por la que deberían evitarse estas respuestas: deberían evitarse porque están mal. Y lo que habría que pedir no es cuidado en las intervenciones, sino diputados que se preocupen de verdad por cuestiones tan serias como el suicidio, la salud mental o la educación. Para eso haría falta creer que la política social no es patrimonio exclusivo de la izquierda, que la preocupación por las vidas de los españoles pobres debe ser algo más que bajar impuestos, y que la política adulta no consiste simplemente en ignorar lo que dicen Quique Peinado, Henar Álvarez o Ignatius Farray, sino en conocer lo que dicen Marta Iglesias, Pablo Malo o Juanjo Jambrina.

Idealismo o materialismo

Ni la moción en Murcia se hace por dignidad democrática, sea lo que sea eso, ni el rechazo de Mónica García a la oferta de Iglesias es una victoria del feminismo. Mónica García y Errejón se resisten a aceptar la unidad con Iglesias porque saben que en Madrid son más fuertes. La resistencia de García no es la de las mujeres ante el autopercibido macho alfa, sino la de un político frente a otro que quiere moverle la silla. Exactamente lo mismo que ha ocurrido en Murcia, donde la lucha por la dignidad y contra la corrupción ha sido la excusa para justificar un cambio de sillas de momento fallido. En esto, más allá de las campañas de todos los partidos, anclados no al centro sino a su tiempo, se le da más importancia al discurso que a los hechos. El discurso vende una lucha aún no culminada por la igualdad entre hombres y mujeres. Los hechos muestran una igualdad real en la política. Mujeres y hombres traicionan y se resisten cuando ven que otros hombres y mujeres quieren quitarles la silla. No hay nada esencialmente distinto en la resistencia de Mónica y en la de Íñigo. La lucha ya fue, y es lo que ha permitido que en política el honor y la vergüenza, la firmeza y la cobardía, estén hoy asignados no por el sexo sino por el carácter.

En el otro lado de la Asamblea también ha triunfado la disyuntiva idealista. Del Socialismo o Libertad hemos pasado al Comunismo o Libertad, justo ahora que el primer eslogan cobraba cierto sentido. Se ha criticado el lenguaje guerracivilista como si fuera algo que acaban de inaugurar Iglesias y Ayuso. Nunca Sánchez, Sánchez siempre cae en el centro, a pesar de que es el continuador de Zapatero en el uso partidista de la Guerra Civil.
“Guerracivilista” es otra de esas palabras mágicas que hacen más fácil la escritura de una columna y la articulación de la propaganda externalizada. Permite igualar a alguien que llama fascista a cualquier persona de derechas y a alguien que llama comunista al secretario general del Partido Comunista de España, como si el insulto y la descripción fueran equiparables. Pero el caso es que los comunistas en España están en el Gobierno, y los fascistas en alguna plaza luciendo camisa, que es lo único a lo que pueden aspirar.

El peligro real para Madrid y para España no es que los comunistas lleguen al Gobierno, algo que ya ha pasado. Tampoco es que los comunistas pongan en marcha la revolución socialista, teniendo tantas hipotecas por pagar y tantas series por terminar. El peligro real es la persistente normalización de quienes ondean la bandera de la URSS, quienes cocinan con una sudadera de la RDA y quienes elogian públicamente a dictadores y asesinos como Fidel Castro o Ernesto Guevara. Es un peligro principalmente ético, filosófico, no político. Por eso lo que está amenazado, el otro lado de la disyuntiva, no es la libertad, sino la decencia, entendida como un mínimo decoro moral.
La lucha no es entre comunismo y libertad, demasiado idealista, ni entre el mal y el bien, demasiado maniquea. La lucha es entre quienes elogian a tiranos de izquierdas y quienes, sabiéndose imperfectos, se niegan a compartir bando con los que abrazan la perfección del mal. Y después, sí, las traiciones, las corrupciones o las mentiras habituales, porque eso es también la política que hacemos los humanos. Pero antes está lo otro, y es lo realmente importante.

Votar PSOE

Llevaban un tiempo jugueteando con la idea, pero desde ayer ya es oficialmente canon: Ayuso es la encarnación de Trump en España. La maquinaria de análisis neutros y siempre certeros está en unos niveles de producción nunca antes conocidos. El PSOE lanzó el doberman en el 96 y dejaron que correteara hasta que se cansó. Después vino “Aznar asesino”, que hoy sigue siendo moneda legal. Antes estas cosas se hacían con más cuidado, se hacían para que durasen, como las lavadoras. Tal vez por influencia inconsciente de alguna lectura secundaria sobre Marx, aquello de que el trabajador pone parte de lo que es en el producto. Ahora el producto dura un par de días, como mucho unas semanas. Del “fábrica de independentistas” se pasó a “agitadores del odio y la crispación” y de ahí a la extrema derecha y el fascismo. La primera hace años que no recibe actualizaciones, la segunda se dejó de usar en cuanto los señalados dejaron de ir a los sitios a los que les prohibían ir, y la tercera, esta sí, goza de extrema buena salud. En los últimos dos años hemos visto crecer eslóganes de todo tipo. Empezaron dando sus primeros gritos en las redes y hay que verlos ahora, en la universidad. La España ajena a la moción de Sánchez era ‘El cuento de la criada’, o incluso peor. El mismísimo David Simon certificó que estábamos de nuevo en 1937 y que esta vez los tuiteros no iban a pasar. Hace unos días supimos que hay un supremacismo madrileño secesionista, unas semanas antes nos enseñaron que también había un populismo de centro, y desde ayer, decíamos, Ayuso es como Trump.

Todas estas cosas nos las han enseñado los mismos que en el editorial Ayuso-Trump dicen que es peligroso banalizar el discurso. Los mismos que hace apenas unos meses alertaban sobre los peligros de la hipérbole se lanzaron después a equiparar cualquier amago de oposición con el asalto al Capitolio. Se podría decir que en esto sí hay una responsabilidad compartida, desde el momento en el que en muchos de los análisis sobre las elecciones catalanas se tiró también de la representación americana. Fue desconcertante ver cómo para señalar a quienes dieron un golpe de Estado en 2017 se metía con calzador la deslegitimación trumpiana. De repente el nacionalismo catalán no tenía sustancia y había que denunciarlo no por nacionalista, golpista o violento, sino porque se parecía a lo que pasaba en Estados Unidos, es decir, a Trump. Y si aceptamos que las calles ardiendo en Cataluña, que llevan ardiendo desde 2017 y que son fruto de una educación y de un ambiente político que echó raíces hace mucho más tiempo, son comparables con el asalto al Capitolio, entonces es normal que otros salgan con que Ayuso actúa como Trump cuando se adelanta a una moción de censura. Y así, puesto que Ayuso es como Trump, Ayuso es también como Torra, Borrás y Forcadell. O incluso peor.

La moción de censura, por cierto, es lo menos interesante de la semana. Es un intento por garantizar la supervivencia de algo que comparte nombre con lo que en otra época fue un partido político adulto, o que quería hacer política para adultos. De todo eso hoy sólo quedan muchas personas adultas y serias que siguen trabajando por los mismos principios, a pesar de todo, y otras que saben que los principios son cadenas que impiden el progreso. La moción de censura tenía vocación nacional, pero tal vez porque “nacional” es un concepto que hiere sensibilidades y los nuevos tiempos exigen no dejar ninguna sensibilidad atrás, se ha quedado en Murcia. Se suele dudar de la utilidad de los concursos de oratoria, pero es evidente que la tienen. Ponerse a defender una posición política y su contraria ante compañeros de clase o de partido prepara muy bien para La Vida Moderna. Un día estás defendiendo que regenerar es acabar con los privilegios territoriales, examinar en serio lo que pasa en la educación o denunciar los discursos sectarios en temas complejos, y al día siguiente a lo mejor toca defender que regenerar es, qué cosas, echarse en brazos del partido que lleva años garantizando todo lo anterior.

Hoy el editorial de El País se complementaba con un comentario de José María Izquierdo para La Ser. Votar a Ayuso es votar a Trump, decía el periódico, y “Votar PP es votar Vox”, añade la radio. Nos sale automáticamente el “y tú más”, y es comprensible, porque son muchos eslóganes en muy poco tiempo. “Si votar PP es votar Vox entonces votar PSOE es votar Bildu, ERC, Podemos”. Y hay parte de verdad en eso, igual que hay similitudes entre las calles de Cataluña y las de Estados Unidos, pero no hace justicia a la realidad: votar PSOE es sencillamente votar PSOE. Añadir a Iglesias, a Rufián o a Otegi a la respuesta es aceptar que lo único malo que ha hecho este PSOE es juntarse con partidos que le son ajenos. Pero es necesario entender que la asociación del PSOE con todos ellos no parte de un interés puramente egoísta por mantenerse en el poder, sino que se mantiene en el poder junto a ellos porque comparten un mismo proyecto. El PSOE no participó en el golpe de 2017, pero no cree que fuera un golpe, cree que todos fuimos culpables y cree que los indultos y el diálogo con los golpistas es lo correcto. El PSOE no afirma explícitamente que España es una democracia imperfecta, pero sí que cuando Iglesias dice eso lo hace por vocación de mejora, y también puso su firma en el ‘Manifiesto en favor de la democracia’ junto a Podemos, Junts, ERC, la CUP o EH Bildu. Y el PSOE no participa en los homenajes a etarras, pero sí se ha dejado ver en alguna cena con el líder de los que hacen los homenajes, y se siente mucho más cómodo con ellos que con quienes aún los sufren.

El PSOE no es el centro entre dos extremos, sino el partido que más empeño ha puesto en la destrucción de la educación española, tanto en lo que tiene de educación como en lo que tiene de española; es el partido que más empeño ha puesto en expulsar a la derecha del consenso democrático que ellos mismos dictan, y el partido que con más regocijo ha aplaudido la expulsión sin metáforas de la derecha -todo lo que molesta ya es ‘derecha’- en territorios como el País Vasco o Cataluña; y es el partido que más empeño ha puesto en politizar instituciones como TVE, convertidas en correas de transmisión de los eslóganes partidistas más zafios.
La respuesta a esos eslóganes zafios no debería ser otra que un eslogan corto, verdadero, honesto, tautológico: votar PSOE es votar PSOE. Sería injusto que nos olvidásemos de todo lo que ha hecho un partido con tanta historia, y de todo lo que aún puede hacer.

Las armas y las letras

Llevaba dos o tres días en plena desconexión de la actualidad. La tercera en un año. Ésta ha durado poco porque parece que estamos en los inicios de una nueva moción de censura contra la derecha. La anterior la desalojó del Gobierno de España, la actual pretende desalojarla de varios gobiernos municipales y autonómicos y la tercera se produjo hace ya tiempo, aunque aún no terminamos de verla. Es la que la desalojó de su centro, de sus ideas y de sus principios para ponerla en el interminable camino al centro, que es simplemente otra manera de referirse al PSOE. Esta última moción es tan compleja y sofisticada que la ha llevado a cabo la propia derecha como reacción al papel que el bloque de nacionalistas e izquierdas colocó en su espejo. Esta moción autoinfligida parte de dos memes. Primero, el meme de la foto de Colón, que no es necesario explicar. Segundo, el meme de Casado frente al espejo. La genialidad de los estrategas del PSOE consistió en escribir “Vox el que lo lea” en el espejo de Casado. Y Casado decidió que no iba a caer en una trampa tan bien tejida. En lugar de arrancar el papel y examinarse frente al espejo decidió que jamás sería Vox, algo que en buena parte había sido no hace tanto tiempo. Vox era el PP y el PP era Vox hasta que el PP dejó de ser el PP. Y así, Vox decidió que había un hueco por representar en el electorado de la derecha, y añadió cuatro o cinco extras peligrosos o absurdos que permitieran diferenciar su marca de lo que hasta entonces habían sido. Casado, el principal representante de la derecha, decidió que no iba a ser Vox. Y como la gestión deja poco tiempo para la reflexión, como examinarse y pensar qué ideas merece la pena defender era un trabajo lleno de minas, decidió que las ideas –las ideas propias– eran señal de voxismo.
Así fue como Cuca Gamarra, la creadora de la campaña ‘Mujer, por encima de todo’, sustituyó en el PP a Álvarez de Toledo.

Pero no es de esto de lo que se habla hoy. Hoy se habla de la “traición” de Ciudadanos, con el dramatismo que todo lo impregna y al que ya nos hemos acostumbrado. Ciudadanos hoy se está limitando a hacer política de la misma manera que el PP hace política. Cuando no hay exámenes ni ideas la política sólo puede consistir en determinar quién maneja unos presupuestos, y la regeneración no puede consistir en nada que no sea cambiar las sillas de quienes manejan los presupuestos. Hoy, justo hoy, muchos simpatizantes de Ciudadanos han descubierto con escándalo que el PP llevaba un cuarto de siglo gobernando en Murcia, apenas dos años después de apoyar que Ciudadanos formase parte de un nuevo gobierno del PP en Murcia. Hoy muchos simpatizantes de Ciudadanos han descubierto que el PSOE, el partido desde el que los insultaron en Alsasua o en el Orgullo, es un partido con el que se puede aspirar a regenerar España, con el que se puede anclar España al centro. O sea, al PSOE. Por eso funcionan tan bien estos simulacros de pensamiento, porque en el fondo no son más que tautologías.

Hoy se habla de todo esto, y la semana pasada se habló de dos historias que me llamaron la atención y no quise comentar. La primera fue la escenificación de la “derrota del terrorismo”, orquestada por el Gobierno de Sánchez en representación del Estado. El presidente de España mandó retirar una gran lona blanca bajo la que habían colocado armas de ETA y del Grapo, después una apisonadora pasó sobre ellas y finalmente Sánchez pronunció un discurso en el que destacó la necesidad de “luchar contra la desmemoria”. Hizo y dijo eso porque sabía que a la semana siguiente ya nadie se acordaría de todo eso, y porque la gran lona blanca lo mismo se descubre que puede volver a cubrir cuando haya que estampar la firma junto a EH Bildu. A la escenificación no acudió la oposición, ni la presidenta de la Comunidad de Madrid ni representantes de asociaciones de víctimas del terrorismo, salvo la AVT, pero sí estaba Idoia Mendia, que se refirió al acto como “un gesto simbólico que constituye un paso más en la construcción de la memoria y la convivencia”. A Idoia Mendia le escribieron en el espejo “Haréis y diréis cosas que nos helarán la sangre” y en lugar de arrancar el papel lo hizo suyo y aceptó escenificar una cena de Nochebuena con Arnaldo Otegi, porque sabía que aunque años después siguiéramos acordándonos daría igual, y porque sabe que una foto sin un buen marco no se tiene en pie.
La otra historia que casi me saca de mi desconexión fueron unas palabras de Margarita Robles. En un acto de Estado, esta vez en agradecimiento a los protagonistas de la Transición en el aniversario del 23F, la ministra del PSOE se refirió a Santiago Carrillo como representante de una izquierda que entendió “que un país no se construye desde la descalificación, la intolerancia y el creerse superior a los demás”. Lo dijo por su papel en el golpe de Estado y en la Transición, pero hay algo terrible en el hecho de leer esas palabras referidas a alguien como Carrillo. Es terrible porque el papel de Santiago Carrillo en la Transición y en el golpe fue simbólico, gestual, una representación, mientras que el papel de Santiago Carrillo en la Guerra Civil tuvo consecuencias directas y definitivas para muchas personas que fueron consideradas enemigos de la izquierda. Frente a la izquierda de Santiago Carrillo existió gente como Melchor Rodríguez, un anarquista que entendió que una república no se puede salvar desde los asesinatos de presos. Y lo entendió porque por encima de su ideal político situó unos principios éticos inamovibles.

Hoy en España el PSOE reivindica a Carrillo o a Largo Caballero, los partidos nacionalistas catalanes reivindican un golpe de Estado y Podemos ensalza habitualmente y sin complejos a dictadores de izquierdas. Frente a ese bloque debería haber otro que reivindicase la firmeza de Melchor Rodríguez y las dudas de Unamuno, que denunciase los asesinatos políticos y los golpes de Estado -los de antes, pero sobre todo los de después de la Transición- y que entendiera que la regeneración en España no puede consistir sólo ni principalmente en denunciar corruptelas en las administraciones locales.
En teoría no debería ser difícil en un país que presume tanto de leer a Chaves Nogales, pero probablemente muchos de esos lectores le acusarían hoy de generar crispación y de alimentar el odio.