Programa político inmóvil, III

2- La educación pública como canal de distribución de las ideologías dominantes y como simulacro del logro académico.

Hasta ahora las propuestas educativas de los partidos del bloque alternativo -los partidos de derechas, del centro derecha, de la no izquierda o de la izquierda no nacionalista- han sido limitadas y muy poco ambiciosas. Se pueden resumir en:

  • Cheque escolar.
  • Defensa de la concertada.
  • La lengua vehicular entendida sólo como una cuestión de libertades y derechos.
  • Bilingüismo castellano/inglés.
  • Pin parental.
  • Tímida y efímera defensa de la reválida

Mientras tanto, la oferta declarada del bloque de la izquierda nacionalista se resume en una frase: «Por una educación pública de calidad». Y a esta idea contraponen otra del lado tenebroso, que en el fondo es lo de siempre: «La derecha odia la educación pública». Esto lo dicen constantemente los principales representantes de ese bloque. El último en hacerlo, Pablo Iglesias en un mitin por las elecciones madrileñas. Más allá de esta oferta declarada, ¿qué es lo que ofrece realmente el bloque de izquierda nacionalista respecto a la educación?

  • Diecisiete sistemas educativos y diecisiete inspecciones del Estado.
  • La supervivencia de las «lenguas propias» de las regiones nacionalistas como criterio fundamental de la educación, por encima del aprendizaje de los alumnos.
  • La calidad educativa entendida sólo como una cuestión de ratios y financiación.
  • Descrédito de la memoria, de la comprensión lectora y del análisis crítico.
  • El aula entendida como teatro para la representación de habilidades múltiples y para el desarrollo de las identidades también múltiples de los alumnos. La escuela como institución en la que se cultivan valores, afectos e identidades, y no sólo como institución en la que se transmite el conocimiento.
  • Resultados académicos desvinculados del aprendizaje real. Las notas como alimento para la autoestima, no como reflejo de lo aprendido. La promoción social como simulacro simbólico, no como el resultado de un buen proceso educativo

La pregunta ahora sería: «¿Qué podría y debería ofrecer un bloque alternativo?» Debería haber una pregunta, sí, pero debemos tener en cuenta cuál es el punto de partida. Actualmente, tanto la izquierda como la derecha contribuyen a que este modelo de escuela sea el único modelo existente. La única respuesta firme a esos principios pedagógicos viene de profesores que deciden exponer el gran simulacro al que llevamos años llamando educación.
Lo primero que deber hacer un bloque alternativo, por tanto, es nombrar, estudiar y denunciar los aspectos negativos del consenso. En este caso, del consenso educativo. Y sólo cuando tenga claro qué es lo que está mal en ese consenso, sólo cuando tenga claro por qué se trata de un modelo que perjudica al alumno, y especialmente a los alumnos de familias con menos recursos, podrá proponer un modelo alternativo. Este modelo alternativo podría comenzar a construirse alrededor de principios como los siguientes.

  • El alumno como sujeto universal del sistema educativo en todas las regiones de España. Fuera identidades particulares, fuera instrumentalización nacionalista de la educación y fuera la concepción del aula como teatro para la representación de afectos.
  • El profesor como sujeto entregado a las necesidades del alumno, no a sus deseos particulares, y como única autoridad en el aula.
  • El libro como registro de los hechos relevantes en cada materia, no como herramienta de las ideologías dominantes y de las particularidades regionales.
  • Un único sistema de oposición para todos los docentes españoles, una única prueba de selectividad para todos los alumnos españoles.
  • La Inspección del Estado como garantía de que se cumplen todas las condiciones que permiten un sistema educativo universal y en el que el único objetivo es el aprendizaje del alumno.
  • Todos estos principios en realidad se derivan de un primer principio, de una norma fundamental: la escuela es una institución en la que se transmite conocimiento.

¿Y cómo trataría este sistema educativo a la diversidad?
De la manera más progresista posible: diluyéndola en lo común cuando se trata de diversidad afectiva, sentimental o religiosa; y tratándola de modo que beneficie al alumno cuando se trata de diversidad en cuanto a las capacidades o a las necesidades, por encima de premisas ideológicas y voluntaristas.

Las diversidad derivada de ideologías, sentimientos, religiones o principios pedagógicos irracionales tendría cabida en el sistema educativo, sí. En el ámbito privado. Los padres que quieran para sus hijos una escuela ideologizada, o religiosa, o nacionalista, o segregada por sexo, o en la que se primen los sentimientos y las habilidades sociales sobre el conocimiento, siempre tendrán la posibilidad de matricularlos en escuelas privadas, y de asumir los costes que pudiera tener para sus hijos. Al margen de esas escuelas particulares se situaría la escuela pública. Una escuela que debe ser universal, común, neutral, elitista en cuanto a las expectativas y no en cuanto al acceso, realista, exigente, honesta, seria. Una escuela liberada de servidumbres políticas e ideológicas que forme, mediante el conocimiento, alumnos libres.

¿Son siquiera posibles las bandas terroristas de izquierdas?

Hace unos días Julio Lleonart, que fue diputado por UPyD y hoy es tertuliano en la radio y profesor en la universidad, un hombre con vocación de comunicador, dijo en tuiter que ETA no era de izquierdas. Eso no habría sido más que un comentario discutible, pero no se quedó ahí. Lo que dijo fue que ETA no sólo no era de izquierdas, sino que no podía serlo.
Dijo literalmente esto:

si eres un asesino, si eres un monstruo que pertenece a una banda armada responsable de centenares casi miles (y sin el casi) de atentados… la única ideología que profesas es el terrorismo.

Cuando otros tuiteros le respondieron, Lleonart, hombre con vocación de comunicador, cerró el debate. Bloqueó a muchos otros usuarios que le decían que su comentario no sólo no era cierto, sino que partía de un error enorme, de una premisa falsa.

Lo que dijo Lleonart, y lo que después dijeron otras personas más sensatas, es que ETA no podía tener ideología porque su única ideología era el terrorismo. Este pensamiento coelhiano queda muy bien en algunos programas de la radio, y no digamos en clases universitarias en las que el público es muy joven. El terrorismo no tiene ideología, El machismo mata más que el virus, Cuando deseas realmente algo el universo conspira para que lo consigas. Son frases cortas y rápidas que suelen dejar al público, especialmente si es joven y de pensamiento también rápido y corto, con la boca abierta. Pero tienen un punto flaco: son comprobables. Y cualquiera -¡qué insolencia!- puede comprobar qué hay de cierto en ellas.

En el caso que nos ocupa, la frase no es que ETA no fuera de izquierdas, sino que no podía serlo. Porque el terrorismo, en fin, era su única ideología. Esto no es que sea comprobable, es que es estúpido sin necesidad de comprobación, lo es a priori. Una banda terrorista elige un medio para hacer política, el terrorismo, pero elige también, previamente, uno o varios fines. Esto último es lo que le aporta ideología, no los medios. Si la banda terrorista no tuviera fines políticos, si no tuviera ideología, ¿para qué asesinaban y para qué se exponían a cárcel o a la posibilidad de morir preparando un atentado?

Hoy Gorka Maneiro continúa el debate en El Español. Lo explica de manera más didáctica, pero incurre en un error nuevo, o al menos en una incoherencia. El artículo en El Español amplía algo que dijo también en tuiter. Esto:

¿ETA era de izquierdas? No creo que sea definitorio de la izquierda o la derecha el asesinato de inocentes… Sabemos que los miembros de ETA asesinaron a empresarios y trabajadores, a jubilados y a parados, a mujeres y a niños. A gente inocente. Eran basura. Terroristas. Punto.

Es una idea parecida a la de Lleonart. No podía ser de izquierdas porque era terrorista. Ese “Punto” parece que niega la posibilidad de ser otra cosa. Pero resulta que sí puede ser otra cosa. Resulta que Maneiro afirma hoy en El Español que ETA sí tenía ideología, a pesar de ser una banda terrorista. ETA, dice Maneiro, “fue una banda terrorista de ideología nacionalista”.

Unos párrafos antes dice esto:

Sé que ETA se reivindicaba como socialista y de izquierdas. Pero también se reivindicaba como defensora de la democracia y trató sin reservas de acabar con ella. También decía defender a la clase trabajadora mientras asesinaba cruelmente a trabajadores con un tiro en la nuca o un coche bomba.

Sé que ETA quería imponernos un proyecto socialista y sé también que ETA asesinó a socialistas. Sé que la banda y sus servicios auxiliares se reivindicaban como feministas, y sé también que asesinó a mujeres y niñas. Sé que ETA decía defender a la juventud vasca y el euskera, y sé también que ETA expulsó a miles de jóvenes de su tierra y asesinó a euskalzales.

Lo extraño, lo incoherente, es que en lugar del categórico “ETA fue una banda terrorista de ideología nacionalista” no escriba un párrafo paralelo a los otros dos en los que cuestiona que fuera socialista, de izquierdas, feminista, euskalzale u obrerista. Algo como “Sé que ETA se reivindicaba como nacionalista, pero asesinó a nacionalistas”.
Por alguna razón acepta que pudiera ser nacionalista y terrorista, pero no que pudiera ser de izquierdas, socialista, obrerista, feminista, euskalzale y terrorista.

Y creo que acepta que pudiera ser nacionalista pero no lo otro porque lo otro se nos presenta siempre no sólo como bueno y deseable, sino como esencialmente bueno y deseable. Y porque en muchos de nosotros está presente la idea, consciente o inconsciente, de que no se puede asesinar en nombre de lo Bueno, lo Bello y lo Justo. Y sí, claro que se puede. De hecho esta idea de que nosotros estamos más allá de la brutalidad, de que nuestros valores no pueden conducir al asesinato, es una de las ideas más peligrosas que podemos darnos. Claro que se puede asesinar en nombre de lo Bueno, lo Bello y lo Justo. Precisamente en cuanto aparecen las mayúsculas aparece también la posibilidad del asesinato de masas. Las mayúsculas nos ofrecen la posibilidad de disfrazar nuestros asesinatos, de presentarlos como determinaciones históricas, daños colaterales o pequeños males necesarios para conseguir el Bien.

Se ha dicho a lo largo de este extraño debate iniciado por Lleonart que lo importante en ETA no es que fuera de izquierdas, sino que asesinaba. Y así es. Pero era de izquierdas. Y nacionalista. Igual que ha habido bandas terroristas ecologistas, o religiosas, o de derechas. Que haya gente que asesina en nombre de nuestras ideas y de nuestros valores no contamina esas ideas y valores. Lo que contamina nuestras ideas y valores, o mejor dicho, lo que nos contamina a nosotros, es pensar que estamos libres de cualquier posibilidad de contaminación, que nuestras ideas son puras y buenas, y que cualquiera que las comparta está a salvo de la posibilidad de convertirse en un asesino o en alguien que justifica el asesinato.

Idealismo o materialismo

Ni la moción en Murcia se hace por dignidad democrática, sea lo que sea eso, ni el rechazo de Mónica García a la oferta de Iglesias es una victoria del feminismo. Mónica García y Errejón se resisten a aceptar la unidad con Iglesias porque saben que en Madrid son más fuertes. La resistencia de García no es la de las mujeres ante el autopercibido macho alfa, sino la de un político frente a otro que quiere moverle la silla. Exactamente lo mismo que ha ocurrido en Murcia, donde la lucha por la dignidad y contra la corrupción ha sido la excusa para justificar un cambio de sillas de momento fallido. En esto, más allá de las campañas de todos los partidos, anclados no al centro sino a su tiempo, se le da más importancia al discurso que a los hechos. El discurso vende una lucha aún no culminada por la igualdad entre hombres y mujeres. Los hechos muestran una igualdad real en la política. Mujeres y hombres traicionan y se resisten cuando ven que otros hombres y mujeres quieren quitarles la silla. No hay nada esencialmente distinto en la resistencia de Mónica y en la de Íñigo. La lucha ya fue, y es lo que ha permitido que en política el honor y la vergüenza, la firmeza y la cobardía, estén hoy asignados no por el sexo sino por el carácter.

En el otro lado de la Asamblea también ha triunfado la disyuntiva idealista. Del Socialismo o Libertad hemos pasado al Comunismo o Libertad, justo ahora que el primer eslogan cobraba cierto sentido. Se ha criticado el lenguaje guerracivilista como si fuera algo que acaban de inaugurar Iglesias y Ayuso. Nunca Sánchez, Sánchez siempre cae en el centro, a pesar de que es el continuador de Zapatero en el uso partidista de la Guerra Civil.
“Guerracivilista” es otra de esas palabras mágicas que hacen más fácil la escritura de una columna y la articulación de la propaganda externalizada. Permite igualar a alguien que llama fascista a cualquier persona de derechas y a alguien que llama comunista al secretario general del Partido Comunista de España, como si el insulto y la descripción fueran equiparables. Pero el caso es que los comunistas en España están en el Gobierno, y los fascistas en alguna plaza luciendo camisa, que es lo único a lo que pueden aspirar.

El peligro real para Madrid y para España no es que los comunistas lleguen al Gobierno, algo que ya ha pasado. Tampoco es que los comunistas pongan en marcha la revolución socialista, teniendo tantas hipotecas por pagar y tantas series por terminar. El peligro real es la persistente normalización de quienes ondean la bandera de la URSS, quienes cocinan con una sudadera de la RDA y quienes elogian públicamente a dictadores y asesinos como Fidel Castro o Ernesto Guevara. Es un peligro principalmente ético, filosófico, no político. Por eso lo que está amenazado, el otro lado de la disyuntiva, no es la libertad, sino la decencia, entendida como un mínimo decoro moral.
La lucha no es entre comunismo y libertad, demasiado idealista, ni entre el mal y el bien, demasiado maniquea. La lucha es entre quienes elogian a tiranos de izquierdas y quienes, sabiéndose imperfectos, se niegan a compartir bando con los que abrazan la perfección del mal. Y después, sí, las traiciones, las corrupciones o las mentiras habituales, porque eso es también la política que hacemos los humanos. Pero antes está lo otro, y es lo realmente importante.

Programa político inmóvil, II

Decíamos ayer: ¿Es posible constituir un bloque alternativo sin incluir ninguna de esas diez creencias, tampoco las implícitas? Es decir, ¿es posible combatir eficazmente esas ideas sin manipular ni mentir, sin relativismo ni dogmatismo, sin simplificar los problemas y sin vulgarizar el lenguaje y el pensamiento Y lo más importante, ¿es posible articular un discurso alternativo y no meramente negativo que pueda dar lugar a un nombre común para defender ideas y principios propios, sólidos e innegociables?

Hay un primer principio sin el que el resto de ideas sería una colección de promesas y declaraciones: estas ideas, por ser ideas esenciales, no pueden ser negociables. No pueden entregarse a cambio de posibles votos ni a cambio de una vida política y mediática más cómoda. Al mismo tiempo, no pueden tomarse como verdades ajenas, no pueden defenderse sin haber sido examinadas antes por quien las defienda. Esto es lo que significa “sin relativismo ni dogmatismo”.

Vamos con la primera idea del bloque de consenso, y con su posible respuesta.

1- Esencialismo cultural y territorios con derechos.

Frente a los esencialismos culturales y los territorios como sujetos de derechos habría que defender la idea de que el ciudadano es el único sujeto político. No existen “lenguas propias” sino ciudadanos que hablan unas lenguas u otras, y no existen “territorios históricos” sino unidades administrativas del Estado español. No se trata de defender, por ejemplo, el encaje de Cataluña en España, sino de defender a los ciudadanos españoles en Cataluña, País Vasco, Madrid o Valencia. Frente a los abusos de otros ciudadanos y también, si es preciso, frente a los abusos de las distintas unidades administrativas del Estado. Estos abusos van desde la negación de la escolarización en la lengua común, el castellano, hasta la negación de facto de las libertades y derechos políticos. En este último punto se incluyen tanto los actos de acoso contra actos públicos de los partidos ajenos al bloque como el intento de golpe de Estado que se produjo en Cataluña en 2017. Al ciudadano español que reside en Cataluña, País Vasco, Baleares o Navarra le asisten los mismos derechos y garantías que al ciudadano español que reside en Extremadura, Asturias. Andalucía o Madrid. Al ciudadano español que decide acudir a un acto político en León, en Cáceres o en Madrid le asisten los mismos derechos que a otro ciudadano español que decide acudir a un acto político en San Sebastián, en Vic o en Alsasua. Un ciudadano español que reside en León y asiste a un acto político en Alsasua es tan “invasor” como un ciudadano español que reside en Alsasua y asiste a un acto político en Alsasua. Esto es lo que dicen las leyes. Pero las leyes no se imponen ni se cumplen por el mero hecho de existir como leyes. Cuando las leyes, las libertades o los derechos son cuestionados sistemáticamente no sólo por ciudadanos concretos sino por instituciones del Estado y por representantes políticos, y cuando lo que se cuestiona en el fondo son los derechos de ciudadanos españoles, lo que debe defenderse no es sólo la ley sino la polis. Defender la polis hoy en España, defender la ciudad, lo público, es defender todos los territorios de España como territorios efectivamente españoles. Es decir, territorios donde rige la ley común, no “leyes privadas”. Si hay administraciones, políticos y ciudadanos vulnerando los derechos de otros ciudadanos, el primer deber de alguien que quiera participar en política frente a todas las ideas que mencionábamos antes es denunciar y combatir la idea de que los derechos no pertenecen a los ciudadanos sino a los territorios, y de que la cultura, el pueblo, no sólo existen como sujetos sino que han de defenderse a costa de los ciudadanos. Hay partidos españoles que defienden no la fragmentación de España, sino la desaparición, de facto y cuando convenga, de las leyes y de los derechos de todos los españoles. Combatir esas ideas y a esos partidos no es combatir el “separatismo”, sino combatir el nacionalismo. Es conveniente conocer las ideas y las palabras en juego antes de lanzarse a la política. La propuesta alternativa no puede ser la emotividad del entendimiento, la vacuidad del diálogo o la renuncia; la propuesta debe ser la defensa convencida y efectiva de lo común: del castellano como lengua común, del derecho a moverse libremente entre todos los territorios españoles, de la libertad para manifestarse políticamente. Y esta defensa no puede hacerse sólo desde las notas de prensa, los comunicados o las entrevistas; esta defensa ha de hacerse de manera efectiva y presencial. Si en determinadas regiones españolas existe un problema de libertades políticas, y si el bloque del consenso silencia, tolera o fomenta ese ambiente coactivo, la respuesta a esa idea, a ese ambiente y a esa defensa ha de ser firme y continuada. El ciudadano es el único sujeto político, y cualquier abuso de los nacionalistas y de sus compañeros de bloque ha de ser no sólo denunciado sino combatido políticamente.

Programa político inmóvil, I

El principal problema a la hora de pensar la política es la servidumbre del nombre. Primero nos decimos -o nos sentimos, o incluso nos dicen- de izquierdas, de derechas, de centro, constitucionalistas, progresistas, liberales o conservadores, y después ajustamos nuestras creencias a lo que creemos que prescriben esos marcos. Cuando debería ser al revés: primero pensamos sobre lo que creemos, podamos las creencias, marcamos las lindes y después, sólo después, le ponemos un nombre. Una marca que intente ser lo más fiel posible a ese conjunto de creencias, y que funcione como señal para quienes podrían compartir el fondo de esas creencias. Ésa es la única función del nombre. Quien no quiera atraer a otros con ideas parecidas, quien no quiera hacer política, no necesita un nombre. Y vivirá -pensará- mejor sin nombre. El nombre puede facilitar que se acerquen personas con ideas parecidas, pero si no se entiende que su importancia es secundaria, si se permite que sea el nombre quien controle las ideas, entonces la tendencia será la del alejamiento constante respecto a esas ideas propias con el objetivo de acercarse al mayor número posible de personas. No de que esas personas se acerquen, sino de acercarse a esas personas. Parece lo mismo, pero es justo lo contrario.

¿Qué creencias son éstas? Lo más apropiado, una vez reconocida la inutilidad y la servidumbre de la posición espacial izquierda-derecha, es situar cuáles son las creencias dominantes que no se aceptan, y evidenciar las propias a partir de esa negación. Son creencias que no se aceptan racionalmente, pero son rechazadas racionalmente sólo después de que sean intuitivamente rechazadas. También en esto es importante entender y reconocer la cronología. Primero va la intuición, y después la razón justifica o matiza esa intuición. Todo proceso de conversión es un proceso dirigido por la pasión, no por la razón. No es por la razón, el análisis o la reflexión que nos acercamos a Atticus Finch o al padre Barry, sino por el afecto. Por algo que existe en nosotros pero no por nosotros. Estaría bien que fuera al revés -o no, tendría implicaciones muy desagradables-, pero no es así. Por eso un programa político serio ha de ser antes que nada un programa ético. Y por tanto, ha de ser en primer lugar individual y sólo después colectivo.
Aquí van las creencias dominantes, sin ningún orden concreto, frente a las que se mostrarán las propias.

1- Esencialismo cultural y territorios con derechos.

2- La educación pública como canal de distribución de las ideologías dominantes y como simulacro del logro académico.

3- La primacía de la voluntad frente a los límites en política. El número y la fuerza en la calle legitiman la acción.

4- La mentira como moneda aceptada y la negación de los hechos incómodos. La defensa dogmática de ficciones particulares.

5- Los murales políticos en el espacio público. El rechazo a esos murales como motivo para la expulsión del espacio público.

6- La cesión como principal solución a los conflictos.

7- Los indultos y la amnistía para criminales con convicciones políticas. El reparto de culpas entre criminales, víctimas y ciudadanos.

8- La simplificación de problemas e ideas complejos, la vulgarización del lenguaje y del pensamiento.

9- El voluntarismo y el pensamiento mágico, la sociedad perfecta como producto necesario de una voluntad política con el poder suficiente. La posibilidad de erradicar el mal de manera absoluta y definitiva, y la afirmación de que si pervive el mal, aunque sea en una porción mínima, es porque alguien quiere y lo permite.

10- La fragmentación de los españoles en pequeñas naciones, la eliminación deliberada de lo común.

Éstas son las creencias que producen rechazo, intuitiva y racionalmente. Ninguna de esas diez creencias es hoy en España una creencia minoritaria. Son creencias en torno a las que se agrupan varios partidos políticos. Algunos las comparten todas, otros aceptan una parte de ellas y no rechazan las otras. Son creencias que forman bloques políticos. Que forman, de hecho, un bloque político. Ese bloque político no se forma por su integración en un único nombre, sino que funciona como bloque a pesar de que adopte nombres distintos. Y lo más importante, opera como un bloque tanto si se reconoce como bloque como si no. Opera como un bloque porque, además de legislar desde la base de esas creencias, las va convirtiendo en el único consenso democrático. De las diez creencias, sólo dos son implícitas; el resto se explicitan sin ningún problema, y son quienes no las comparten los que tienen que disfrazar o moderar sus propias creencias para no verse fuera del consenso.

¿Por qué esas creencias se han convertido en el consenso, a pesar de no ser ni pretender ser universales? Porque han conseguido constituirse en bloque -constituir un bloque-, y porque fuera de esos marcos no se ha conseguido dar una respuesta positiva, sólida y convincente a esas creencias. Porque fuera de esos marcos el consenso es que la gestión es suficiente para vencer políticamente, que el nombre precede y sustituye a las ideas y principios, y que la mejor manera de no contaminar de ideología el espacio público es no tener o no mostrar ideas propias.

La cuestión es la siguiente: ¿es posible una refundación, como se lleva diciendo varios días, de eso que está al otro lado de las creencias mencionadas? ¿Es suficiente el rechazo a esas creencias para constituir un bloque alternativo? ¿Es posible constituir un bloque alternativo sin incluir ninguna de esas diez creencias, tampoco las implícitas? Y lo más importante, ¿es posible articular un discurso alternativo y no meramente negativo que pueda dar lugar a un nombre común para defender ideas y principios propios, sólidos e innegociables?

Patriotismo, o del ejercicio de la virtud

Siempre es complicado escribir sobre un concepto abstracto y sin definición compartida. Desde hace algunas semanas es frecuente en la conversación pública española toparse con uno de estos conceptos, patriotismo, y con una definición concreta. “El patriotismo es la declaración de la renta”. “El patriotismo es meramente una liquidación honesta del IRPF”. Hace algunos años el patriotismo era la sanidad pública, porque en aquellos momentos la campaña política iba por ahí. Ahora la campaña política tiene como protagonistas a Andorra, a los impuestos y a los youtubers. Y para traer de vuelta a quienes deciden irse y tributar en otro país, o para avergonzarlos, algunos influencers de la generación anterior apelan al patriotismo. Pero es una apelación circular. Paga tus impuestos aquí -normalmente se evita poner nombre a ese “aquí”-, por patriotismo. ¿Y qué es patriotismo? Pagar tus impuestos aquí.
Como argumento no parece muy convincente.

Ayer Miguel Ángel Quintana Paz publicaba un artículo sobre la cuestión, y dejaba algunas ideas y preguntas interesantes. Partía de una idea difícilmente discutible: patriotismo no es pagar impuestos. Es difícilmente discutible porque para el hecho de pagar impuestos ya tenemos un concepto más apropiado, que es fiscalidad. Tampoco es, continuaba, la adhesión consciente a un marco legal, lo que se denomina patriotismo constitucional. Hablaba después de la virtud del patriotismo, y esto es lo que más me interesa. Si con algo tiene relación el patriotismo no es con el dinero o con las leyes, sino con la virtud. Y puede ser interesante darle la vuelta a la relación.

Así, no es que el patriotismo sea una virtud, sino que el patriotismo consiste en el ejercicio de la virtud. Es complicado escribir sobre conceptos abstractos y sin definición compartida, decía al comienzo, y acabo de añadir virtud a patriotismo. Puesto que a partir de aquí puede complicarse demasiado la exposición, voy a seguir con una anécdota.

Mientras leía el texto de Quintana Paz he recordado un fragmento que aparece en El hombre eterno, de Chesterton. En el último capítulo de la primera parte Chesterton se detiene en Homero y Virgilio, en la Guerra de Troya, en Aquiles y en Héctor. Héctor es el héroe derrotado, pero también el héroe universal: “Todo tipo de gente consideraba como el más alto grado de nobleza poder justificar su descendencia del mismísimo Héctor. Nadie parece haber deseado descender de Aquiles”. Hace unos años tuve la suerte de impartir Cultura Clásica en un colegio de Gijón, y los alumnos leyeron La Odisea y, al menos, vieron la película sobre Troya. Los comentarios que entregaron coincidían en esa valoración: el héroe real era Héctor, no Aquiles. Aunque perdiera, o porque perdió, diría Chesterton. Héctor es el ejemplo clásico de patriotismo, y esto lo sabe cualquiera que haya pasado por La Ilíada, incluso aunque nunca haya pronunciado la palabra “patriotismo”. 

Héctor no sólo defiende su hogar -la casa de su padre, y de su hermano, y de su mujer y su hijo, y de sus compatriotas-, sino que lo hace sin trampas, con clemencia, compasión y honor. Por necesidad, no por divertimento ni por una idea agresiva de la patria. Defiende la casa de su padre, y al hacerlo no ensucia la casa de sus enemigos, como sí hace Aquiles después de matar al héroe troyano. Se ofrece a combatir por su patria, que es tanto un concepto abstracto como personas concretas, sabiendo que probablemente le costará la vida. Esa decisión de defender Troya es en sí misma un acto que parte de la virtud, pero no es suficiente; también hay virtud en la manera en la que desempeña esa tarea.

Además de en Chesterton y en Héctor pensaba en otras dos obras de ficción. La primera comparte con La Ilíada el escenario bélico. Se trata de ‘1917’, la película de Sam Mendes. En ella un joven soldado salva a un batallón de 1.600 hombres. Lo hace solo, porque su compañero muere en la misión, y lo hace porque su compañero consideró un deber especial salvar a su hermano, que era parte de ese batallón. La misión es casi imposible, prácticamente suicida. Pero finalmente llega a su destino, entrega el mensaje y salva a buena parte del batallón. Entre ellos el hermano de su amigo, de quien se despide así: “He was a good man, always telling funny stories. He saved my life”. “Thank you, Will”, responde el hermano. Se dan la mano, el joven soldado se vuelve tranquilo hacia un árbol, se sienta junto a él. Mira las fotos de sus hijas y la de su mujer, que le había dejado escrito ‘Come back to us’. Y descansa.
El viaje de William Schofield, el joven soldado, no habría sido posible sin el sentimiento de un vínculo que lo unía a otros. A su mujer y a sus hijas, sí, pero también a su compañero Tom Blake. Y al hermano de éste, a quien no conocía. Y a los otros 1.599 soldados del batallón, cada uno de ellos con sus padres, sus mujeres, sus hijos o sus hermanos. Y a los soldados agotados, unos críos, que escuchan en el bosque al soldado que canta “I Am A Poor Wayfaring Stranger”. Y tal vez, al final del todo, al Padre del que habla la canción y a la tierra que está más allá, en la que volverá a encontrarse con sus seres queridos.

El deber hacia los otros, el sacrificio, la certeza de que hay un lugar del que parte y al que quiere volver, la conciencia de que puede perder y de que en la derrota puede perderlo todo; y la seguridad de que el sacrificio es lo correcto, no necesariamente porque espera una vida mejor cuando ésta acabe, sino porque cree que esta vida hay que vivirla de acuerdo a un código. Todo eso está en Héctor, en ‘1917’ y en el fondo de eso a lo que llamamos patriotismo.

Es fácil entender qué es el patriotismo en el escenario de una guerra, especialmente si el escenario se muestra en una obra de ficción. Los mencionados Héctor y William Schofield, Eugene Roe (el médico de ‘Hermanos de Sangre’) o incluso el coronel Dax de ‘Senderos de Gloria’. Pero el patriotismo no se da sólo en la guerra. Si fuera así, hoy no tendría utilidad ni podría existir en nuestra sociedad. El patriotismo es la conciencia de un vínculo que nos une a nuestros compatriotas, y el reconocimiento de un deber hacia ellos derivado de ese vínculo. Un deber, no una obligación. Los impuestos y las leyes son obligaciones, y aquí estamos hablando de otra cosa. Estamos hablando de algo que se ve una película de 1962, la segunda referencia de ficción.

En Matar a un ruiseñor Atticus Finch defiende a un ciudadano negro desde la ley, pero por encima del espíritu de ciertas leyes, y desde luego por encima de la moral común. Lo defiende y pierde, ante la ley y ante la moral. La ley condena a Tom Robinson, su defendido, y la moral lo asesina cuando iba a ser trasladado a la cárcel después del juicio. Antes, tras el alegato de Atticus Finch, el reverendo Sykes le dice a Jean Louise (Scout), la hija del abogado, que se levante. No porque su padre haya vencido, sino precisamente cuando su padre es derrotado. “Your father’s passing”, la hija se pone en pie. Atticus Finch no se sacrifica durante el juicio, pero sí se pone en peligro en una escena anterior, cuando decide defender a Tom Robinson también frente a la turba, en la calle. Sus hijos ven cómo actúa su padre y aprenden. Crecen sin saber definir patriotismo, pero cuando se encuentran con Boo Radley, un pobre hombre de quien se contaban historias horribles y falsas, un hombre extraño, humillado, encerrado y maltratado por su propio padre, lo reconocen como suyo y lo acogen. En ese reconocimiento, y en la amabilidad con la que lo acogen, se encuentra el germen del patriotismo. Boo Radley no es un pariente, pero es un vecino; y los hijos de Atticus no están obligados a ayudarle, pero lo hacen.

El patriotismo, según lo que vamos diciendo,  no se da sólo en contextos bélicos, no parte de ciertas obligaciones ni consiste simplemente en defender al país o a la bandera. Terminaré con esto último, que es tal vez el elemento más complicado, y me apoyaré en una última referencia de ficción: ‘El Ala Oeste’.

En la serie de Aaron Sorkin aparece frecuentemente la cuestión de los impuestos. También, de manera más o menos explícita, el patriotismo. Quien haya visto la serie podría pensar en una escena de The Midterms, un episodio de la segunda temporada, como ejemplo. Pero esa escena es precisamente un buen ejemplo de lo que no es patriotismo. El equipo del presidente Bartlet comparte unas cervezas en las escaleras del apartamento de Josh, ayudante del jefe de personal, tras unas elecciones de medio mandato en las que, a pesar de que hayan costado millones de dólares, no se ha movido ni un escaño. “¿Qué sentido tiene un gobierno que pone todo su empeño en proteger incluso a los ciudadanos que intentan destruirlo?”, se pregunta Josh. “God bless America”, responde Toby Ziegler, el jefe de comunicación. Y después responde lo mismo el resto de miembros del equipo, uno por uno. No se ven las barras y estrellas, pero están ahí. La mano en el pecho, el himno y el sentimentalismo. Ésta es la imagen que suele venirnos a la mente cuando pensamos en el concepto patriotismo. Pero no es eso. O al menos no es lo que entiendo por patriotismo. El episodio en el que pensaba, y que creo que muestra a la perfección lo que es en realidad patriotismo, es el décimo de la primera temporada: ‘In Excelsis Deo’. 

Al inicio del episodio Toby llega a un parque, cerca del Monumento a los Veteranos de la Guerra de Corea. La policía ha llamado a su oficina y le ha pedido que se acerque al lugar. Hay un oficial, y tumbado en un banco el cadáver de una persona. La policía había llamado a Toby porque entre las pertenencias de la persona fallecida estaba una tarjeta de visita con su nombre. Al cabo de unos segundos se da cuenta de que el abrigo que llevaba el fallecido había sido suyo, antes de donarlo. La tarjeta estaba en el abrigo, y el abrigo acabó protegiendo a Walter Hufnagle, aunque no fue suficiente; murió en un banco público, debido al frío.

La tarjeta de visita no supone ninguna obligación, pero despierta en Toby la conciencia de un vínculo, y de un deber posterior. En realidad no la despierta sino que la reanima; si no hubiera existido previamente esa conciencia, el abrigo no habría acabado en posesión de Walter Hufnagle, sino en la basura. La escena clave llega hacia el final del episodio. Toby organiza un funeral para el fallecido, veterano de la Guerra de Corea, e intenta encontrar a algún pariente cercano. Encuentra al hermano, George Hufnagle, que también vive en la calle. Se presenta, se acerca a él y le comunica el fallecimiento de su hermano. Una escena parecida a la del final de ‘1917’, aunque en otro contexto. Le explica la situación, aunque al hombre le cuesta entenderlo. Le explica lo del abrigo. Aparece un compañero de George. “¿Quieres recuperar tu abrigo?”. Toby continúa. Walter era un veterano de guerra, le dieron una medalla, mucha gente fue herida en la guerra. “¿Estuvo usted allí?”, le pregunta George. “No”, responde Toby. “Me preguntaba si alguien había contactado con usted”. George le explica que la noche anterior había sido muy fría, que él durmió en el albergue y que seguramente no hubo una cama libre para su hermano. Toby lo asimila como puede, le dice que lo siente y se dispone a marcharse. Ya ha hecho suficiente. Ha hecho más de lo que estaba obligado a hacer. Pero vuelve. “I’m sorry, this is absolutely none of my business”, pero claro, claro que es asunto suyo. Walter tiene derecho a un funeral, merece incluso una guardia de honor, y decide encargarse él mismo de organizarlo y de recoger a su hermano para que pueda asistir. Antes de irse le da al compañero de George todo el dinero que lleva encima. “No, hombre, es todo su dinero”. “Está bien así”, responde Toby. “No vive por aquí, lo necesita para el autobús”. “No hace falta, gracias”. El compañero de George insiste en que acepte al menos lo necesario para el viaje. Toby finalmente coge un billete que no necesita. Y le da las gracias.
Toby Ziegler no tiene ninguna obligación real hacia Walter Hufnagle o su hermano, pero siente que tiene un deber hacia ellos. Podría haberse marchado después de comunicarle a George el fallecimiento de su hermano. Podría haberse marchado después de hablar con el policía en el parque. Y podría haberse marchado mucho antes de donar su abrigo. Al fin y al cabo ya cumplía todas sus obligaciones, y pagaba sus impuestos. Pero decide quedarse y acompañar a una persona a la que no conoce.

¿Queremos convencer a nuestros jóvenes de la importancia del patriotismo? Bien. No los insultemos exigiéndoles sólo el pago de impuestos. Hablémosles del deber, no de las obligaciones. Del sacrificio, no de las carreteras. Y de los vínculos que nos unen. No nos conformemos con que sean contribuyentes, ofrezcámosles la posibilidad de ser algo mucho mejor, de ennoblecerse.

El patriotismo no es pagar impuestos, ni defender lo público, ni tener hijos; no es racionalidad fría ni sentimiento febril. Es una pasión desinteresada y útil, ficticia y real al mismo tiempo. El patriotismo consiste en reconocer lo que nos une a los otros, en acompañar a los otros en la medida en que nos sea humanamente posible, especialmente a quienes han tenido peor suerte que nosotros; consiste en entender no que todos somos hermanos, sino que todos sabemos lo que significa un hermano, o un padre, o un hijo, y que lo que nos une a ellos no es una obligación sino un deber que surge de lo más profundo de nosotros, o de algo que está por encima de nosotros. El patriotismo así entendido no es ni un estado que se alcanza, ni un símbolo que se exhibe ni un sentimiento que se grita sino un empeño continuo por mejorarnos entre los demás y para los demás. Un vínculo que conduce a un deber y un deber que genera un vínculo.

Las leyes y los impuestos son otra cosa. Necesarios; pero otra cosa.

Lección sin alumnos

Esta mañana he creído que sería buena idea hacer algo para los que hasta hace dos semanas fueron mis alumnos. Me he puesto a escribir una especie de lección inicial, pensando en que después vendrían lecturas y referencias para que pudieran dedicarle tiempo durante el confinamiento a cuestiones importantes, sin pensar en cómo haría para que les llegase.
Y después me he dado cuenta de que ha sido una estupidez. Porque probablemente ya están entretenidos, y, sobre todo, por lo que digo en la primera frase: hasta hace dos semanas.

Ya no. Y no tiene sentido actuar como si este cambio en nuestras vidas anulase el cambio anterior.
Así que la dejo aquí, para que al menos me recuerde a mí, dentro de unos años, que las estupideces bienintencionadas son una inútil y frustrante pérdida de tiempo. Además, encaja muy bien con la imagen de la firma del blog.


 

Estamos ante un nuevo tiempo, y los nuevos tiempos son dados a frases vacías como ésta. Pero de algún modo hay que empezar, y aunque precisamente ahora el tiempo y la urgencia se hayan distanciado, aunque ya no estéis pendientes de la rutina diaria, de los recreos y de los timbres, hay que tener cuidado con la gestión de aquello que, tal vez porque va a ir acumulándose durante los próximos días, puede convertirse en problemático. Tal vez se trate por tanto más de ordenar que de aprovechar el tiempo. De “darle sentido”, como diríamos si estuviéramos en clase.

¿Recordáis cuáles eran las tres respuestas que el ser humano solía dar a su función en el mundo? Bueno, pues estamos en algo parecido ahora mismo. Es conveniente que llevemos este nuevo tiempo de la mejor manera posible, y reordenando las prioridades.

Ya no soy vuestro profesor, e incluso si aún lo fuera estaría haciendo esto mismo, por las mismas razones. No se trata de intentar seguir el curso como si nada pasara, ni tampoco de sacaros del aburrimiento. Se trata de aprovechar para tratar con más calma algunas cuestiones que fueron saliendo y que habrían seguido saliendo, y también se trata de mantener o crear nuevas rutinas que nos ayuden a todos a comprender qué es lo que estamos viviendo.

Ya no soy vuestro profesor pero lo fui durante un tiempo, y hay vínculos que permanecen más allá de las obligaciones. Así que si os parece interesante, si os aburrís, si queréis leer o escribir, si pensáis que puede ser útil dedicarle a esto un rato todos los días, sea lo que sea esto, estaré encantado de pasarme por aquí.

 

Ahora habría que definir “esto”, diría si siguiéramos en clase. Pero sería absurdo. “Esto” igual dura dos días, igual ni siquiera consigo que os llegue, o igual no le interesa a nadie. Así que de momento dejaremos la definición en el aire y volveremos a observarlo cuando haya pasado el tiempo. Sólo entonces podremos ponerle nombre.

Intentaré dejaros lecturas, películas, recomendaciones para que podáis dedicar la profundidad que requiere a todo eso que siempre sugería en clase. E intentaré que “esto”, sea lo que sea, sea algo abierto. Es decir, que hagáis lo que ya hacíais en el aula, cuando aún pensábamos que nuestra época iba a ser aburrida.

 

Estos días cada uno piensa en las referencias que ha ido acumulando a lo largo de su vida. Es imposible no hacer comparaciones, no contextualizar, porque es nuestra manera de ordenar lo caótico. No sabemos aún qué es lo que estamos viviendo, pero creo que sabemos que es algo distinto a todo lo que hemos vivido hasta ahora. Tenéis ya la edad suficiente como para saberlo, y también suficientes referencias como para saber que no es algo absolutamente excepcional, pero sí que es algo excepcional. No habíamos vivido nada parecido, y probablemente las cosas serán distintas cuando esto pase. Siempre lo decimos, pero esta vez parece que lo decimos de otra manera, que no es un adorno retórico.
Cuando me he puesto esta mañana a pensar en esto, me he acordado de una de las referencias que me acompañan desde hace muchos años. Ya sabéis cuál es. Afortunadamente, sabemos que no estamos ahí. Sabemos que vienen tiempos extraños, pero no se acercan al horror de la Europa del Siglo XX. Aquí el mal no tiene cara ni identidad, no responde a un programa político, no se acerca en nada, ni en cifras ni en la esencia, a lo que fue aquello. Y por eso no es equiparable. Pero sí se pueden hacer comparaciones, y sí hay lecciones que nos pueden ser útiles.
Vamos allá.

 

A finales de 1941, miles de familias judías europeas fueron deportadas al gueto de Teresienstadt. Allí tuvieron que seguir con su vida, sabiendo en muchas ocasiones que lo que les quedaba de vida era sólo una preparación para lo que vendría después. Como decía, sería frívolo e irresponsable pretender que nosotros estamos en algo parecido. No es así. Estamos en un tiempo incómodo, pero sabemos que cuando esto pase volveremos a nuestras vidas y a nuestras rutinas. Y habrá cambios, probablemente, pero seguiremos aquí. Seremos distintos y, en el mejor de los casos, seremos mejores. Habremos aprendido cosas que de otra manera no habríamos aprendido. Sobre todo vosotros. Es frívolo lanzar mensajes de “todo tiene un lado bueno” en momentos como éste, pero sí hay que decir que no hay que abandonarse a las circunstancias. Saldremos de ésta, saldréis de ésta, y seréis mejores.


Muchos de los niños de Teresienstadt sabían lo que les esperaba. Y desde luego todos los adultos, sus padres y sus maestros, lo sabían. A pesar de ello, o precisamente por ello, siguieron dando clase. No sabemos las razones de cada uno de los maestros. Para ofrecer consuelo, para ofrecer sentido. Para combatir el aburrimiento, para intentar recuperar cierta normalidad, o para rebelarse frente a la injusticia. El caso es que siguieron ocupándose de los niños, también porque muchos de esos niños habían sido separados de sus padres.
Dentro de la enormidad del período, éste es uno de los episodios que se me quedaron grabados para siempre. Por el “sinsentido” que supone, por lo “absurdo” de seguir enseñando a niños que no llegarían a convertirse en adultos. Hablábamos antes de las referencias de las que todos partimos, las que nos hacen ser lo que somos y no otra cosa -aquí recordaríamos de nuevo, porque soy muy pesado, lo de nature/nurture-, y al hablar de esa primera referencia que es la Europa del Siglo XX me viene ahora otra, que es de Albert Camus. A algunos ya os sonará y sabréis que es otra de mis referencias principales.


Albert Camus tiene varias obras excelentes. Y además es uno de esos autores cuyas vidas son al menos tan ejemplares como su obra. Combatió a los nazis, escribió sobre lo que tenía que escribir, y no se dejó atrapar por las ideologías ni por otras miserias a las que conducen las guerras y los tiempos oscuros. Para mí es, junto a George Orwell -que en realidad se llamaba Eric Arthur Blair- lo mejor del S. XX. Tendremos, si queréis, tiempo para hablar también de Camus, de Orwell y de cosas más alegres. Orwell, por ejemplo, tiene un texto en el que explica cómo hay que preparar el té perfecto, e incluso una receta de plum cake. Son cosas a las que conviene dedicar el tiempo durante estos días.


Pero estábamos con Camus. Una de las obras de referencia de Camus es Los Justos. Lo leí a vuestra edad, no sé si en vuestro curso o en 2º de Bachillerato. Es una obra de teatro, muy corta, de las que de verdad se leen en una tarde. Pero esa obra, hoy, no os aportaría demasiado. Sí sería interesante La Caída, aunque en teoría habría que leerla al final, después de haber leído otras más conocidas como El Extranjero. Si os hablo ahora de Camus es porque se trata de un autor muy apropiado para estos tiempos, si se entiende bien. Suelen enmarcarlo en lo que se llama “existencialismo”, que a su vez puede enmarcarse en la que llamábamos -erróneamente, si nos ponemos técnicos- respuesta nihilista.
Venía a decir, recordad, que el ser humano no tiene en realidad ninguna función en el mundo. 

 

Cada uno tendremos nuestra respuesta. Algunos la cambiarán cuando lleguemos al final de este momento extraño, otros seguirán con la suya, y otros no tenían ninguna y la habrán encontrado.

Si mencionaba a Camus es por una imagen que dejo a continuación.

 
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El que sale en la imagen es Sísifo.

Vamos a resumir quién era Sísifo, y por qué creo que es importante esta imagen.

Sísifo era un rey griego, uno de esos tantos reyes y héroes que sirvieron para expresar lecciones morales. Como en toda la tradición literaria de la Grecia Clásica, las fuentes difieren en algunos datos. Vamos a quedarnos con lo importante: lo que se ve en la imagen es el castigo que Zeus impone a Sísifo. Éste había desafiado varias veces a los dioses, pero el desafío definitivo fue su respuesta a un castigo previo. Zeus mandó a Thanatos (esto también os tiene que sonar: eutanasia, Thanos), es decir, la Muerte, a que encadenase a Sísifo en el Tártaro, una de las versiones del Infierno, aunque en realidad no era el Infierno, sino más bien el lugar donde castigar a los pecadores y a los enemigos de los dioses.
Pues bien, cuando la Muerte llegó para encadenar a Sísifo, éste, mediante la astucia, consiguió que la Muerte se encadenase a sí misma y cometió así el desafío definitivo. No sólo se libró del castigo sino que, durante un tiempo, no hubo muerte en el mundo. Esto era algo que los dioses no podían permitir, principalmente aquellos que tenían una relación cercana con la muerte, como Hades y Ares. Así que los dioses liberaron a la Muerte de sus cadenas, Sísifo murió y llegó el momento de su castigo.

Si personajes como Odiseo o el mismo Sísifo eran “fecundos en ardides”, Zeus no era menos fecundo en castigos. Uno de los más conocidos es precisamente el que impuso a Sísifo, que es lo que se ve en la imagen. Lo que se ve es a alguien empujando una roca colina arriba, pero el castigo no es ése. Habría sido muy poco imaginativo. El castigo de Zeus consistió en condenar a Sísifo a llevar esa roca colina arriba por toda la eternidad… no haciendo eterno el camino, sino haciendo que cuando Sísifo estaba a punto de llegar a la cima, la roca cayera colina abajo y así tendría que comenzar de nuevo.

El castigo no fue la eternidad, ni el esfuerzo físico, sino el sinsentido, el absurdo. El castigo fue estar obligado a llevar a cabo una tarea sabiendo que todos los esfuerzos serían inútiles, que no habría esperanza de completarla.

 

Y aun así, y volvemos ya a Camus, Sísifo recogía la roca cada vez que se caía y volvía a empezar. ¿Por qué lo hacía? Porque no le quedaba más remedio, sí. Pero también, señala Camus, porque lo hacía como último acto de rebelión contra los dioses. Zeus quería que Sísifo sucumbiera a la desesperación del trabajo vacío, absurdo, sin sentido. Pero Sísifo, hay que imaginarlo así, diría Camus, no se entregó a la desesperación ni tampoco se dio falsas esperanzas. No alimentó deseos de justicia, ni creyó que algún día el castigo terminaría, ni que Zeus se apiadaría, ni que podría ajustar cuentas con él. Simplemente, imaginamos, se aferró a lo único que podía hacer: robarle el sentido al absurdo. “¿Esto es lo que tengo que hacer? De acuerdo, es lo que haré. Y el sentido será aceptarlo sin entregarse a la desesperación ni al falso consuelo”, podría haber dicho.

“Hay que imaginar a Sísifo feliz”, cerraba Albert Camus “El mito de Sísifo”, una de sus obras filosóficas.

 

Como decía, ésa es una de mis referencias. Vosotros tendréis las vuestras cuando pasen unos años, y puede que algunas de ellas, tal vez las más importantes, las adquiráis durante estos días inciertos. Por las circunstancias y porque estáis en la edad adecuada.

 

Así que si “esto”, sea lo que sea, os parece interesante, si creéis que tendréis tiempo y ganas para que nos reunamos un momento durante los días que vienen, estaré encantado de andar por aquí. Dejando lecturas, películas, comentarios sin más objetivo que el que cada uno quiera darle, sin pensar únicamente en el curso y sus obligaciones. Y leyendo lo que vosotros creáis oportuno escribir.
Y ahora, yo también, a estudiar. Porque son tiempos inciertos pero tenemos que seguir conectados a la normalidad para cuando volvamos a ella.

 

Ánimo.

Ó.

El estornudo moral

Un periodista conocido difunde un bulo. El bulo parte de lo de siempre, imagino: una mezcla de comprensión defectuosa, precipitación y mala fe. El bulo es desmentido. No es éste un caso difícil. La propia imagen que da inicio al bulo explica claramente que lo que se dice que es, no es.
El periodista borra el bulo. Otro periodista que también había compartido el bulo se empeña en defender lo que no existe.
Un espectáculo habitual.

Nosotros, los lectores (es decir: yo, que escribo esto) creemos que jamás nos comportaríamos así. Si alguna vez difundiéramos un bulo y alguien nos señalara el error, la vergüenza nos llevaría a una cueva.
La cuestión es que quien nos llevaría a la cueva sería la vergüenza, y la vergüenza no es la recta razón, ni el deber moral, si es que son distintos. La vergüenza es una afección. La tenemos desde pequeños, en distintos grados, y también se dispara por distintos motivos. Unas personas estornudan debido al barniz, otras por la pimienta, algunas por el polvo, e imagino que habrá quien estornuda por todo. Pero no educamos los estornudos. Y creo que tampoco educamos la vergüenza. Seguramente estoy equivocado, porque hoy me he levantado especulativo y acientífico, pero diría que somos esclavos de nuestras vergüenzas, y también diría (es decir: digo) que es más llevadero pensar que hacemos las cosas que no podemos evitar hacer porque queremos hacerlas. Es más llevadero pensar que la recta razón modula la vergüenza. Que el hecho de conocer cuáles son las causas por las que hacemos lo que hacemos nos hace más libres, y que en cierto sentido hay una parte de autoeducación en el carácter.

Pero hoy, llevado por algo que, sospecho, no es la recta razón, me ha dado por pensar que lo que impediría que nos comportásemos como quienes mencionaba al principio no es más que una lotería.
Y si esto fuera así, ya sabemos dónde quedaría el juicio moral. El que hacemos a los demás y el que nos hacemos a nosotros mismos.

El procésamiento

Ayer Pinker se refería al fenómeno Yanny/Laurel. Y volvía al vestido azul/dorado para intentar explicar lo que pasaba.

A veces percibimos de manera diferente una misma realidad por culpa de nuestro hardware particular. Al parecer, quienes tienen problemas para captar las frecuencias más altas escuchan «Laurel». Y, también al parecer, lo que hay en la grabación original es «Laurel» y no «Yanny».

El problema con el vestido tenía que ver con la luz y con la forma en la que nuestro cerebro procesa lo que vemos cuando la iluminación podría contaminar el color del objeto.

Nuestro cerebro condiciona la manera en la que percibimos el mundo, y esto podría ser una explicación para otro fenómeno viral, el Controvertido/Xenófobo. Quien hoy asume la presidencia de la Generalitat ha publicado numerosos artículos en prensa durante los últimos años. En ellos hablaba de «ciudadanos trasplantados», de «bestias con forma humana» y «descerebradas» y de cómo la palabra «enemigo» cobraba, por culpa de esas «cosas que tenemos que soportar», un significado nuevo, «profundo y abismal, como surgido de las entrañas de la tierra».

Es, efectivamente, un discurso muy viejo. Pero es un discurso al que han colocado en la presidencia de una comunidad autónoma, y ahí sí hay una cierta novedad.

Torra no se ve a sí mismo como un supremacista del siglo pasado. Los miembros del Parlamento catalán que han permitido su investidura tampoco lo ven, y por tanto no se consideran compañeros en la xenofobia. Una parte de la prensa ve esta xenofobia como algo polémico o controvertido, y una parte del mundo académico de análisis objetivo debe de estar mirando las nubes entre artículo y encuesta sobre intención de voto.

José García Domínguez publicó hace unos días un espejo perfecto. No era más que un artículo con algunas de las descalificaciones que durante años han vertido los compañeros de Torra, pero con «catalanes» donde decían «españoles». Quienes han dedicado su vida a aceptar o incluso verter esas descalificaciones reaccionaron con horror. Cómo era posible que en España se permitiera publicar esas barbaridades.

Ahí, parece, el hardware sí funciónó. Vieron como barbaridad lo que siempre les pareció inofensivo y evidente. Hasta que volvió la luz y les dijeron que eran ellos ante el espejo. Entonces, el silencio. Y las nubes.

Hoy en elnacional.cat publican esto.

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En algunos aparecerá automáticamente la Feria de Abril, el cómo se atreve y el «vuelve a Cádiz» acuñado por De Gispert, una de las espejadas. No lo pueden evitar.
Pero que haya al menos dos formas de ver las palabras de Arrimadas no nos lleva a establecer la multiplicidad del mundo. Nos lleva al incómodo problema del cerebro y de la interpretación de la realidad. El nacionalismo no se cura leyendo o viajando, porque no es más que una distorsión producida por nuestro hardware. El cerebro a veces nos juega malas pasadas y nos hace creer que la tierra nos habla o que «el alma de la patria» significa algo.

No hay que confundirse: el auténtico problema ha sido siempre el procésamiento.

Intuición y observación

Hace unos días estábamos viendo una serie en casa. El apocalipsis zombie se ha producido, y un grupo de supervivientes llega a un enclave que parece ser el último refugio de la civilización. Después de cuatro temporadas es evidente que la cosa va a acabar mal. Pero la cuestión es que el enclave sí parece civilizado. Se supone que otros miembros del grupo han llegado antes, pero no los vemos. Uno de los líderes de la comunidad les muestra el refugio. Parece gente normal, y si hubieran querido matarlos ya lo habrían hecho. Y entonces llega esta escena.

 

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Nos miramos, no decimos nada, y se confirma la sospecha: la cosa va a acabar mal. Lo interesante del asunto es que los dos llegamos a la misma conclusión por vías muy distintas. Paramos el capítulo.

– ¿Te has fijado?

– Sí. Son caníbales.

La cuestión es que ella se ha fijado en los detalles. Hay efectos personales del grupo que había llegado previamente, del que aún no sabíamos nada. Una ballesta, una chaqueta, un uniforme con refuerzo, repartidos entre varios miembros de la comunidad. Tengo que retroceder la escena para darme cuenta, y estoy seguro de que se me escapan dos o tres.
En cambio, yo digo «son caníbales», y ya. Convencido. No hay ninguna evidencia. La mujer de la escena está sirviendo un guiso*, y uno de los miembros de la comunidad les acerca un plato. De alguna manera, la cara de la mujer y el hecho de que esté guisando algo hacen que se me presente la idea. Son caníbales. Y no es una sospecha.

Mediante la observación ella sabe que algo va mal. Los otros personajes habían llegado al refugio, y no se habrían desprendido de esos objetos voluntariamente. Los han matado o los tienen secuestrados. No hay otra explicación. Bueno, en realidad hay muchísimas explicaciones, pero ésta parece la más probable. Así que ese «sabe» tiene que ser manejado con precaución. Como todo el conocimiento humano, por otra parte.

Mediante la intuición… bien, en primer lugar, ¿qué es eso a lo que llamamos «intuición»? La definición común es muy vaga. Una idea que se nos presenta. ¿Que se nos presenta cómo? El concepto da pie a la introducción de elementos espiritualistas. «Una revelación». Pero esa idea, como todas las demás, no nos llega del aire. No nos llega gracias a una Inteligencia infinita, sea ésta externa o interna. No es algo que captamos directamente. Ha de ser necesariamente el producto de una serie de ideas e impresiones previas. De la experiencia, al fin y al cabo. Y sé que estoy manejando estos conceptos de manera muy imprecisa. La idea que se nos presenta súbitamente, la intuición, es producto de nuestra mente. Desconozco qué es lo que sucede ahí dentro. Pero sé que no es azar -nada lo es-, y que no se explica mediante el recurso a lo espiritual.

Así que, de algún modo, experiencias previas me llevan a pensar que esas personas son caníbales. No ha habido nada que lo indique claramente. Es sólo un guiso, es sólo un plato, y es sólo una señora removiendo el guiso. ¿Qué es lo que conecta los puntos? No he conocido muchos caníbales en mi vida -salgo poco del pueblo- así que lo más probable es que la experiencia previa provenga de la ficción. No recuerdo ninguna otra serie, ni cómic ni novela en la que ocurriera algo parecido. Pero ahí está lo curioso del asunto. No hace falta. Ese proceso no es consciente, no sabemos cómo se conectan los puntos. No distinguimos cuáles son las experiencias que conectan con lo que estamos viendo en un momento concreto. Pero la conexión se da, independientemente de que la veamos. O mejor dicho, la conexión se da, y el hecho de que no la veamos es lo que hace que llamemos a eso «intuición».

Evidentemente, la intuición no es un conocimiento fiable. Tal vez ni siquiera se pueda decir que sea conocimiento. Pero la utilizamos a diario. O partimos de ella. Tenemos, por ejemplo, «intuiciones filosóficas«. Creemos en el libre albedrío o por el contrario somos deterministas. Podemos leer al respecto, incluso textos que presenten evidencias en contra de nuestra intuición. Pero difícilmente la cambiaremos.

En cualquier caso, nos estamos metiendo en aguas profundas y yo sólo quería hablar de esa escena. Acerté. Eran caníbales. Pero no lo sabía. Otras veces, mientras vemos una película, digo «ése, ése es el asesino». Sí, formo parte de ese colectivo de seres molestos. O suelto la frase que van a decir. Suelo acertar. Pero seguramente tendrá que ver con estructuras que se repiten en la mayoría de los guiones, así que no serviría de nada en la vida real.

En resumen: si el apocalipsis zombie se produjera, haría bien en confiar en la observación.


 

* No era un guiso, sino una barbacoa.